De pronto, por culpa de las descargas eléctricas que llovieron sobre Medellín el martes en la tarde, quedamos como en los años de upa: sin televisión y sin internet.
El hombre de internet sin internet, su prótesis cibernética, queda incompleto, hecho un Blas de Lezo. Necesitamos vivir al segundo. Saber dónde tiembla la tierra, o qué destino cogieron los huracanes que nos recuerdan lo frágiles, impotentes y minúsculos que somos.
Tuve la sensación de que no existía. Hasta llegué a preguntarme: ¿Y si el mundo se acaba a mis espaldas?
No vacilé en llamar a mi jíbaro o proveedor de cable para amenazarlo con pasarme a la competencia si no me devolvía internet, uno de mis juguetes preferidos.
“Usted no sabe quién soy yo”, estuve tentado de decirle como cualquier borrachito que atropella transeúntes con su carro.
Como las penas con pan son menos, llamé prójimos que me confirmaron la “buena nueva” de que tampoco ellos sabían qué hacer con sus vidas sin televisión ni internet.
Alcancé a imaginar cuántos correos que me cambiarían la vida me perdí por culpa de los rayos y centellas que cayeron.
Ni modo de expresar solidaridades con parientes o amigos residentes en México, país al que le llovió un terremoto sobre las ruinas del que empezaban a olvidar. Nunca he utilizado la voz palimsesto porque me enguaralo, pero el sismo de ayer clasifica para debutar con esa palabreja.
Me aguanté las ganas de llamar al guachimán del cuarto donde funciona el botón nuclear para pedirle que si llega un pavo real de peluche a pavonearse en sus predios para asustar a Corea del Norte, que se haga el pendejo. O le diga que el botón está inactivo por falta de pago.
Poco a poco me fui tranquilizando. El espejo retrovisor me devolvió a mi infancia cuando en casa la radio hacía las veces de periódico, televisión, internet.
Me sentí escuchando radionovelas o rezando un rosario más largo que una hora sin internet. O dedicado a memorizar las estériles tablas de multiplicar.
Recordé que tengo álbumes de fotos. Desempolvé retratos color tiempo y me vi comiendo pirulí y luciendo pantalones bombachos hechos al ritmo de la máquina Singer. También volví a ser felicísimo pasajero del tranvía que reencarnó en el de Ayacucho.
Revisando libretas encontré un pensamiento del holandés Cees Nooteboum, quien nos dice que incluso cuando traen las peores noticias, los medios de comunicación ejercen un efecto tranquilizador: nos recuerdan que el mundo existe.
Cuando estaba en lo mejor de mi sabático, volvió internet que me regresó a esos medios que mencionaba el futuro nobel de literatura holandés. Mi recreo -y mi felicidad- habían terminado.
“El hombre mata lo que más ama”, según alcancé a leer de Wilde en el lapso en que rayos y centellas nos recordaron que somos un punto aparte en Tuve la sensación de que no existía. Hasta llegué a preguntarme: ¿Y si el mundo se acaba a mis espaldas? la ortografía del universo.
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