Sin confirmar sí lo digo: El Colombiano y el diario La Patria, de Manizales, que está de mucho centenario, tienen la culpa de que me haya ganado la vida como cargaladrillo.
Escribo hace tanto tiempo en estos periódicos que si me liquidaran cesantías, podría quedar como socio mayoritario. ¡Ténganse finos doña Martha Ortiz y don Nicolás Restrepo, mandamases de las publicaciones!
Pero vamos por partes, como decía Jack, mi nada flemático antepasado londinense.
He contribuido a engrosar las finanzas de El Colombiano desde mi infancia, cuando vendía el periódico en La Estrella a la salida de la misa dominical.
Los voceadores convertíamos la garganta en rotativa para gritar los grandes titulares, o motes, como les decía mi taita. En este rito dominical el periodismo me fue entrando por ósmosis, a través del prosaico sobaco.
Con el tiempo, estos huesitos fueron a dar al seminario de los agustinos recoletos en La Linda, cerca de Manizales.
Lo he contado pero no en pandemia: Mi primera gran lagartada tiene que ver con la biblioteca del claustro donde estudiaba, pues me las ingenié para que me pusieran a barrer el sancta sanctorum de los libros.
Hacer oficios domésticos era la primera tarea que teníamos los pichones de frailes después de la levantada, baño con agua traída del nevado del Ruiz para espantar los pensamientos de la carne, misa de dos yemas con confesión, comunión y rosario, desayuno austero, polichada de dientes.
No barría mucho porque prefería caer en la tentación de hojear libros prohibidos. Después, claro, confesaba el pecado de hurgar en la biblioteca. Nunca me destituyeron del cargo de barrendero lo que quiere decir que el fraile confesor me guardaba la espalda.
Me inventaba uno que otro pecado de mayor cuantía para que el siquiatra-confesor no se durmiera. Los pecadillos confesados no dan para diez segundos de purgatorio pero como algunos aprendíamos a temer, no a amar a Dios como nos enseñaban los devotos de Agustín de Hipona, sentíamos que el infierno estaba a la vuelta de la esquina.
En la biblioteca miraba La Patria, actividad pecaminosa que finalmente me perdió. No leía editoriales, ni noticias.
Los ojos se eternizaban en los avisos de películas que de pronto mostraban pluscuamperfectas presas femeninas. Hablo de pectorales o caderas que me alborotaban la naciente bilirrubina sexual.
Esa libido que me despertaba la lectura clandestina del diario de los Restrepos echó a perder mi vocación de cura porque entendí que pectorales y teología no rimaban.
Y me abrí del parche: no llegué a párroco como habría querido mi madre, y terminé de reportero, el único destino que creo haber hecho bien. ¡Qué pecados me perdí de oír y perdonar!
Felicito y agradezco a La Patria en su centenario porque me enseñó el camino de mi verdadero oficio: “escribir el primer borrador de la historia” como aplastateclas.
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