Este sabático nos ha permitido revisar viejos álbumes de fotografías que de otra forma permanecerían en el cuarto del memorioso san Alejo.
Pasando las páginas del álbum familiar descubrimos que nuestro rostro es un palimsesto de vivencias que se van acumulando unas sobre otras.
La fotografía nos regala la única inmortalidad posible. Cuando han pasado demasiados almanaques, toca apartar arrugas, pategallinas, códigos de barras, hasta llegar a la tierra prometida de los primeros días. ¿Y ese bichito era yo?, es una pregunta recurrente.
Las fotos antiguas son selfis al pasado. En mi caso, muchas de esas fotos viejas son en blanco y negro. En una de las jurásicas vistas estoy en el quicio de mi casa en Montebello, sonriéndole al viento, sin zapatos, luciendo calzones bombachos, hechos en máquina Singer por una festiva y bella mamá Geno que ha sacado a sus tres polluelos a tomar el sol.
Mirando retratos me preguntó de dónde saqué el rostro de perplejo Subuso que luzco en la foto de la primera comunión tomada en Estudios Garcés.
En la foto con hábito de tierno seminarista agustino recoleto casi levito. No sé por qué la teología me quedó grande.
¿Para dónde iba tan rápido la tarde que un paparazi, biógrafo a sus espaldas, me eternizó en esa instantánea en plena avenida Junín? La gráfica sobrevivió a mil trasteos.
Gracias, azar, por el recuerdo en papel de un paseo de olla con mis bellas amigas de La América: las Echeverrys, las Sanines, las Arangos. Eran paseos monitoreados por la mirada tranquila pero severa de doña Blanca, frágil como una rosa. Nada de salidas o fiestas zanahorias sin adulto responsable monitoreando.
Ahí está la foto agüita o poncherazo tomada en el Parque de la Independencia, actual Jardín Botánico, uno de los sitios obligados para el turismo Sisbén dominical de los años cincuenta. Subsiste otro concurrido turismo proletario: el aterrizaje de aviones en el aeropuerto Olaya Herrera. “Tontódromo”, le dicen los aviadores.
La foto agüita fue revivida por la Fundación Viztas de Óscar Botero. Un comunicado de la entidad cuenta el rollo:
“Nuestra labor cultural con El Poncherazo, en algunas partes llamado foto agüita, es mostrar a las personas que solo conocen las fotografías del celular, cómo era el oficio de este fotógrafo ambulante del siglo XX; que ellas puedan tener la experiencia de tomarse una foto como lo hicieron los abuelos, posando frente a una cámara de madera y que vean revelar su retrato hasta recibirlo en papel, en blanco y negro igualito a como se hacía hace 100 años”.
Como el proyecto amenaza ruina por culpa de la jijuemíchica pandemia la Fundación ha pasado el sombrero para darle respiración boca a boca. Interesados en perpetuar este legado pueden echar un vistazo en www.poncherazo.com. La nostalgia pasa la ponchera para que no muera el poncherazo.
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