In illo tempore, para sus lecturas, el hombre se inspiraba en el índice de libros prohibidos redactado por los cavernícolas sin cargaderas de la inquisición española.
En nuestra infancia, a Vargas Vila lo prohibía la inquisición que encarnaban el párroco o nuestros taitas… que lo leían a hurtadillas.
Al “divino” había que devorarlo con vela, debajo de las cobijas, a escondidas del ángel de la guarda, que de pronto se interesaba en don José María a espaldas del patrón, violando el reglamento.
En los sesenta, para escoger película, nos inspirábamos en la clasificación moral que publicaba El Colombiano.
Levitábamos con las “prohibidas para todo católico” que dejaban al descubierto el prosaico jarrete femenino. Nada, si lo comparamos con el porno actual que hace parte de la canasta familiar al lado del pan y la leche.
Había que disfrazarse de adulto, escupir en el suelo e imitar la mirada fiera, a lo Charles Bronson, para que los porteros nos dejaran colar.
En la era Trump, el mejor termómetro es mirar las megaproducciones de Hollywood que en la primera semana producen millones. Esas son las que NO hay que ver ni con un trino de Trump en la nuca.
Comparto mi perogrullesca receta para ver buen cine: Frecuentar las cinematecas o sus equivalentes. Por definición, un habitante de la cinemateca es un individuo que no morirá de estrés. No es sino observar la pinta de los que frecuentamos esos lugares: Informalidad total, ida y venida en bus, libro debajo del sobaco, poco Chanel, mucho pachulí.
Tienen estatus de cinemateca aquellos parches que proyectan películas para el goce pagano, no para hacer sonar la registradora.
Nos coquetean cinemas paradisos como los de Otraparte, en Envigado, las universidades, Colombo-Americano, Alianza Francesa, Procinal de Las Américas...
Andamos güetes con la nueva cinemateca del municipio de Medellín. El poeta-cineasta Víctor Gaviria estará al frente. Éxito asegurado.
El cineasta presentó la propuesta en el siempre bello y misterioso teatro Lido, una sala construida inicialmente para el blancaje paisa que respiraba cultura en su cuenta bancaria.
Inaugurada en 1947, nos vuelve nostalgia la boca a quienes lo frecuentábamos en vespertina dominical con algún amor fugaz que permitía ingenuas agarraditas de mano.
Veo al Lido y me provoca sacarlo a bailar con fantasma y todo.
Supongo que el mecenas que lo construyó, Francisco Luis Moreno, anduvo de farra en el Lido, de París, y clonó el nombre. Traer a las bailarinas del cabaré lo habría dejado sin pa’l tranvía.
Si habíamos asaltado con éxito la “flaca bolsa de irónica aritmética” de papá o mamá, comíamos cono en Sayonara.
Víctor Gaviria nos dio la buena nueva de que también presentarán películas. Se dedicará a recuperar la memoria visual de la ciudad. Está bien hacer la tarea macro, pero que no nos olvide a los ratones de cinemateca. Aspiro ver viejos filmes del arcaico oeste.
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