En la súbita partida del escritor humorístico Gonzalo E. Aristizábal Alzate (El hijo consentido de doña Gilma) resulta aplicable al pie de la letra este sabio consejo del maestro Silvio Villegas, el brillante filósofo manizaleño: “el mejor homenaje que podemos hacerles a los amigos muertos es recordarlos en las horas felices, sin pesar y sin amargura”.
En la pestaña del libro “Epitafios” (Manigraf-año 2003), su amigo Antonio Mejía Gutiérrez, el de “La cueva del oso”, escribió: “Gonzalo es capaz de sacarle capul a una calavera, de gozarse un velorio y de reír llorando. Como el humor es irreverente se toma todas las libertades con muertos ilustres y pide revisar aquello de que no hay muerto malo. Su libro sobre El Humor de la Muerte, es como para morirse, pero de la risa”.
De la referida obra del humorista oriundo de Aranzazu recordamos una apreciable cantidad de divertidos chascarrillos mortuorios, aunque para él (paradójicamente) no hubo velorio, honras fúnebres, arreglos florales, ni avisos invitando a las exequias, por las dramáticas circunstancias que rodearon el hallazgo de su cadáver, cuatro días después de su fallecimiento. Al gran burletero de la vida y de la muerte se le ocurrió morirse sin darnos aviso, ni despedirse de nadie, por la vía del infarto que nadie le pronosticó. Sencillamente, dejó de circular con su cachucha característica por estas benditas calles de Dios.
Este invicto solterón jamás vencido, que acababa de cumplir 60 años, pues era modelo 1957, tenía patente de gocetas y coleccionaba en pequeñas libretas los apuntes que encontraba más ingeniosos para sus próximas travesías editoriales. Algunas veces mostraba comportamientos bien raros. De pronto, sin que sus “víctimas” supieran el porqué de sus brotes de antipatía, dejaba de saludar a algunos de sus amigos o relacionados a los que resolvía “ningunear” para siempre.
La noticia de su muerte repentina se regó como pólvora, el sábado 7 de octubre, en Aranzazu, su pueblo natal, en las horas previas a la presentación de “Odas a la alegría”, el nuevo libro de su coterráneo César Montoya Ocampo. En el acto del club Miraflores hubo por Gonzalo un minuto de silencio a petición del escritor José Miguel Alzate, quien ofició como maestro de ceremonias del evento literario.
El cuerpo sin vida del coleccionista de los mejores graffiti, los más ingeniosos piropos callejeros y centenares de chispeantes apuntes políticos, fue hallado en su apartamento del barrio El Campín, al sur de Manizales (en el entorno del Hospital de Caldas) por su único hermano, el médico Jorge Hernán Aristizábal, quien aguijoneado por una corazonada viajó con carácter urgente desde La Dorada (donde trabaja en la planta de galenos del Hospital San Félix). El impredecible lobo solitario no respondía a sus llamadas telefónicas en los últimos cuatro días. Claro: había muerto de un infarto, mientras dormía. Siguió a su adorada madre, doña Gilma Alzate, fallecida dos años antes en el mismo domicilio.
En el momento de su óbito este laborioso escritor trabajaba en un par de proyectos editoriales, en los que desparramaría humor del bueno, y venía haciendo ahorros para comprar la casona que ocuparon los cuatro miembros de la familia Aristizábal Alzate, en pretéritos, en el casco urbano de Aranzazu.
Entre sus amigos más impactados con la fúnebre noticia estuvieron el filólogo Efraím Osorio y los periodistas Evelio Giraldo, Héctor Arango, Iván Darío Góez y Rafael Zuluaga.
La apostilla: En una de las pocas entrevistas que concedió en vida, su paisano Edilberto Zuluaga le pidió al gocetas Gonzalo Aristizábal, para la efímera revista “Guarango”, que se dejara venir con su propio epitafio y soltó este con la velocidad de un relámpago: “Toda la vida se rió con la gente, pero ahora no se puede reír con nadie”.
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