Hace años era fácil encontrar en las “galerías” o plazas de ciudades y pueblos a unos personajes que, con ruidosas y persuasivas retahílas, ofrecían toda clase de ungüentos y menjurjes para espantar los dolores del cuerpo y a veces, hasta las penas del alma. Esos “culebreros” (a menudo los acompañaba, en una canasta, una inofensiva serpiente) vendían además de sus pócimas, otros medicamentos corrientes y menos mágicos: específicos.
Un crecimiento económico superior al diez por ciento resuena como un milagro tanto por su ocurrencia como por sus consecuencias: pareciera que con ese número podemos ahuyentar el sufrimiento y abrazar la prosperidad. El lunes pasado, sin canasta con serpiente, el presidente Duque sacó pecho en Bruselas anunciando que la economía colombiana había crecido 10,2% en 2021. Al día siguiente, el Dane publicó la cifra oficial: 10,6%. Ciertamente, un resultado superior al de las estimaciones de entidades como el Banco Mundial (7,7%), Fedesarrollo (9,5%) y el Banco de la República (9,9%). Algunos no dudaron en calificar el dato como un logro histórico que invita al optimismo y a una muy positiva evaluación del gobierno.
No me gusta el papel de aguafiestas, pero ese dato -que tiene aspectos positivos- no representa para el gobierno el cierre con broche de oro de su gestión. Que sea una buena cifra no significa que sea suficiente motivo para tanta autocomplacencia. Pongamos las cosas en perspectiva. En primer lugar, los economistas saben que para que el crecimiento logre conducir a una sociedad hacia la prosperidad este debe ser sostenido en el tiempo. En otras palabras, importa más la estabilidad de una tasa aceptable que una tasa espectacular en un año o en varios años discontinuos. En segundo lugar, esta cifra del 10,6% resulta de comparar el PIB de 2021 con el de 2020, el cual, fue 7% inferior al de 2019. Comparado con el PIB de 2019, el crecimiento de 2021 fue de apenas 2,77%. Es decir, ese 10,6% es más un fruto del rebote de la economía luego de la profunda crisis de 2020 que el resultado del buen funcionamiento de políticas de desarrollo productivo. De hecho, la ausencia de esas políticas es evidente en el sector agropecuario, en el cual, además de un muy modesto crecimiento (2,35%), hay una grave debilidad que se expresa en la importación de catorce millones de toneladas de alimentos básicos. Como bien señala el economista Jorge Iván González, nuestra endeble capacidad para producir alimentos relacionada con la excesiva concentración de la tierra, la precariedad de los servicios sociales rurales, la ausencia de vías terciarias y las dificultades de acceso a créditos que, por cierto, son muy costosos, nos obligan a importar alimentos cada vez más caros por cuenta de la devaluación.
Si distribuyéramos igualitariamente esos 1.176 billones de pesos del PIB entre todos los colombianos, a cada uno le corresponderían unos 23 millones de pesos. En otras palabras, ese es nuestro PIB per cápita. Sin embargo, no hay que perder de vista que tras ese promedio hay grandes desigualdades. Tengamos en cuenta que al 40% más pobre de la población le corresponde el 12,1% del ingreso (de acuerdo con la cifra más reciente del Banco Mundial, la cual, seguramente no ha mejorado); así las cosas, cada colombiano en esa franja recibiría, en promedio, el equivalente a $581.000 pesos mensuales, una cifra que con la inflación galopante, apenas flotaría sobre la línea de pobreza. Con ese panorama y tomando en cuenta que el empleo no se recupera, ese 10,6% no es el ungüento que cura nuestros males. La retahíla de Duque sobra y confunde.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015