Fuimos ingenuos y pensamos que tras el acuerdo de paz íbamos a dejar de gastar en la guerra para invertir en el bienestar. Según la información del Banco Mundial -basada en los datos del Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo- el gasto militar como porcentaje del PIB en Colombia era 3,07% en 2016. En 2020 llegó a 3,37%, lo que nos ubica en el puesto 19 en el mundo al ordenar los países según este indicador. El promedio de gasto militar con respecto al PIB en América Latina y el Caribe es 1,25% y en los países de la OCDE es 2,48%. Colombia tiene, después de Brasil, las fuerzas armadas (militares y de policía) más grandes de América Latina: 481.000 personas, de las cuales, unos 293.000 mil son efectivos militares.
Tomando esos datos en consideración parece inaceptable que un grupo armado conocido ahora como el Clan del Golfo haya sido capaz de paralizar durante cuatro días, 11 de los 32 departamentos del país. Decretaron el confinamiento de la población, cerraron escuelas, universidades, establecimientos comerciales y carreteras, asesinaron a varias personas y amedrentaron a la gente: ¿Dónde estaban las fuerzas armadas para proteger a la ciudadanía? ¿Dónde estaban el gobierno y sus organismos de inteligencia dispuestos a desactivar la previsible respuesta de ese grupo criminal a la extradición de alias Otoniel? ¿Cómo es posible que uno de los ejércitos más poderosos de la región no despliegue una estrategia efectiva orientada a la derrota de un grupo armado que se disputa con las disidencias de la Farc y el ELN, la geografía física y humana de las economías ilegales? Dónde debemos buscar la explicación a esta decepcionante realidad: que un Estado que cuenta con los recursos para proteger a su población no lo haga y que, en cambio, sea doblegado por un grupo criminal.
Como todo hecho social relevante, esta claudicación del Estado frente al Clan del Golfo tiene una explicación que entrevera varios factores. Aquí tengo espacio para plantear solo dos. En primer lugar, es evidente que si una organización cuenta con los recursos para llevar a cabo un objetivo o poner en marcha las actividades requeridas para su cumplimiento y, sin embargo, no hay despliegue de dichas actividades, es porque los recursos están siendo usados para otra cosa. Esto puede ser el resultado de tres problemas o una mezcla de ellos: negligencia o ineptitud en el uso de los recursos, falta de voluntad y corrupción. Las fuerzas armadas y en particular, las militares, se han convertido en una especie de gremio atrincherado y ajeno al escrutinio público y la rendición de cuentas. A ese estilo gremial algunos generales le vienen añadiendo, peligrosamente, una actitud apropiada para para un político, pero no para un militar. El general Charles de Gaulle se refería al ejército francés como la “nación en armas”. Las fuerzas armadas son de la nación y están al servicio del pueblo. Desafortunadamente, en algunas regiones y frente a las poblaciones más débiles, quienes tienen en sus manos las armas del Estado actúan más como una fuerza de ocupación que como un factor de seguridad y protección.
En segundo lugar, es evidente que el Estado colombiano perdió la oportunidad de copar los espacios dejados por las Farc en su proceso de desmovilización. El vacío fue rápidamente llenado por grupos criminales que vienen acumulando poder económico y político. Un poder que crece con cada día de incumplimiento del acuerdo de paz y de sus promesas de paz territorial y transformadora. Las palabras de Clausewitz hoy nos atormentan: “jamás se recupera una oportunidad perdida”.
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