La masacre de Tumaco evidencia que la firma del acuerdo para la terminación del conflicto armado con las Farc no asegura la paz. El acuerdo no es un punto de llegada sino un punto de partida hacia un camino brumoso que insinúa oportunidades y riesgos. Los éxitos y fracasos de la transición hacia la paz son para muchos, especialmente para los campesinos de las periferias vulnerables, un asunto de vida o muerte. Eso de que después de la tempestad viene la calma es algo que no aplica a estas regiones. Dos semanas después de la masacre fue asesinado en Tumaco José Jair Cortés, un líder del Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera y uno de los primeros en dar a conocer los horrendos hechos del 6 de octubre.
Se ha dicho varias veces que hacer la paz es más difícil que hacer la guerra. Sin embargo, en esta fase posterior a la firma del acuerdo parece más pertinente recordar que firmar la paz es mucho más fácil que construirla. Aunque la Fiscalía debe indagar y determinar quiénes son los culpables del crimen perpetrado en zona rural de Tumaco, no es necesario llevar a cabo ninguna investigación exhaustiva para concluir que la responsabilidad política corresponde al gobierno nacional. No estoy diciendo que el gobierno es el culpable directo del asesinato de un grupo de campesinos. Lo que afirmo es que la lentitud en unas cosas y el afán en otras, aumentaron el riesgo de ocurrencia de la masacre. Riesgo que permanece latente.
La lentitud está relacionada con la negligencia para implementar el acuerdo y lograr una efectiva coordinación entre las agencias del Estado. El gobierno acordó llevar a cabo una estrategia contra los cultivos ilícitos que, sin renunciar al recurso de la erradicación forzada, debe ofrecer a las comunidades alternativas de sustitución como contrapartida por la erradicación voluntaria. Sin embargo, dado que la concreción de alternativas económicas en la legalidad va a paso de tortuga son, por un lado, los grupos criminales que quieren apropiarse o persistir -según sea el caso- en el negocio del narcotráfico y, por el otro, la cara coercitiva del Estado, las dos cosas que primero han visto muchos de los campesinos de esas zonas vulnerables.
La descoordinación entre agencias y entidades del Estado surge precisamente de esa mezcla entre la lógica de la lentitud que prevalece en la capacidad de promover el desarrollo alternativo, y la lógica de la rapidez que empuja, sin mucha claridad, a la fuerza pública. Mientras la lentitud es una característica histórica de la estatalidad en Colombia, la rapidez surge del afán por mostrarle resultados de corto plazo en la reducción del número de hectáreas de coca al gobierno de los Estados Unidos. Aunque los funcionarios del gobierno colombiano no lo quieran reconocer, parece ser que la amenaza de Donald Trump de retirar la certificación unilateral que el gobierno estadounidense hace periódicamente sobre aquellos países que, en su opinión, colaboran efectivamente en la guerra contra las drogas, está guiando parte de las decisiones que las autoridades colombianas vienen tomando sobre el tema.
El profesor Jorge Giraldo Ramírez en su reciente libro “Responsabilidad y reconciliación ante la justicia transicional colombiana” publicado por la Universidad EAFIT, acude a una distinción que, planteada por Hannah Arendt en 1945, es retomada y reformulada por otros filósofos en las siguientes décadas. Se trata de la distinción entre responsabilidad y culpa criminal. Se puede ser responsable sin culpa cuando, por ejemplo, sin cometer un delito, se usa un lenguaje que estigmatiza a otros y exacerba los ánimos en un ambiente de tensión política. En particular, la responsabilidad política corresponde a aquellos que ocupan posiciones de poder. Tiene que ver -recalca Giraldo- tanto con la comisión de actos (decisiones políticas) que sin ser ilegales producen daños o injusticias no siempre previstas, como con la negligencia: responsabilidad por lo que no se ha hecho. Las regiones vulnerables están atrapadas entre la negligencia y el afán de mostrar resultados a un gobierno extranjero. Lentitud y rapidez configuran la responsabilidad política del gobierno en la masacre de Tumaco.
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