Según el DANE, la incidencia de la pobreza por ingresos en las zonas rurales de Colombia (36,1%) es más del doble que en las trece principales ciudades y áreas metropolitanas del país (16,2%). La pobreza extrema es más de cinco veces mayor en la ruralidad (15,4%) que en las principales trece ciudades (2,9%). La disminución de la pobreza por ingresos tanto en las áreas rurales como en las urbanas se detuvo y la incidencia de la pobreza multidimensional aumentó: en los “centros urbanos y rural disperso” pasó de 37,6% en 2016 a 39,9% en 2018. En las “cabeceras” pasó de 12,1% a 13,8%. El plan de desarrollo “Pacto por la Equidad” no plantea metas intermedias ni estrategias para avanzar hacia los objetivos acordados en la Reforma Rural Integral.
El mercado laboral rural se viene deteriorando. En el primer trimestre de 2016 la tasa de desempleo de los “centros poblados y rural disperso” fue de 5,9%; en el primer trimestre de 2019 llegó a 7%. El número de desocupados pasó de 290 mil en el primer trimestre de 2016, a 356 mil en el mismo período de 2019. Lo grave es que el sesgo anti-empleo de la economía rural es un rasgo estructural. La ganadería extensiva; el crecimiento de los cultivos permanentes propios de la agroindustria en detrimento de los cultivos transitorios (asociados a la economía campesina) y, las economías de enclave vinculadas a los megaproyectos y a las explotaciones mineras, configuran una economía política rural incapaz de incorporar en condiciones productivas y remunerativas a la mayor parte los habitantes del campo. El testimonio de un campesino de Carmen de Bolívar citado en un libro de Alejandro Reyes sobre el tema, ilustra el punto con elocuencia: “Los agricultores de Montes de María estamos viviendo de cuatro cosas: venta de minutos de celular, ventas ambulantes de tinto, mototaxismo y ventas de chance: Ninguna de esas actividades nos permite alimentar a la familia”.
La Reforma Rural Integral se firmó para comenzar a revertir la serie de injusticias históricas de las que ha sido víctima el campesinado colombiano desde la institución colonial de la encomienda. No obstante, las fallas en el inicio de la implementación del acuerdo durante el gobierno de Juan Manuel Santos y la abierta animadversión del gobierno actual hacia el mismo, además de otros factores, están conduciendo a los campesinos colombianos hacia una nueva frustración.
El otorgamiento desmedido de licencias mineras, la puesta en marcha de megaproyectos cuyos costos sociales y ambientales son desbordados e infames (como ha quedado en evidencia con el caso de Hidroituango y como se pretende hacer con la absurda propuesta de un puerto en el golfo de Tribugá); la expansión de cultivos de tardío rendimiento como la palma de aceite que goza de generosas exenciones tributarias; la precariedad de la institucionalidad rural y la improvisación permanente en el sector; la escasez de recursos para la inversión rural agropecuaria; el eventual regreso del glifosato; la estigmatización del campesinado y el asesinato sistemático de sus líderes sociales, son motivos de preocupación y desánimo.
La historia del campo colombiano, la de la mayoría de colombianos, ha sido y sigue siendo una realidad de injusticia, pobreza, despojo, violencia y falta absoluta de reconocimiento y participación política. No se ha superado esta realidad porque las reformas, cuando han estado en la agenda pública, han sido limitadas o poco efectivas. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible ODS han sido ignorados. En particular, el segundo objetivo: la protección y fortalecimiento de la agricultura familiar como estrategia para la erradicación del hambre, la pobreza y el cuidado del medio ambiente. En Colombia este objetivo se acomodó a tímidas reducciones de muertes por desnutrición infantil. Peor aún, sin vergüenza alguna, en diciembre de 2018, cuando en la Asamblea General de las Naciones Unidas se aprobó la declaración de los derechos de los campesinos, el país no firmó, se abstuvo. Probablemente da igual porque la historia muestra que los gobiernos firman, pero no cumplen. Se requiere voluntad política, no simplemente de los políticos sino de la ciudadanía para exigirle a estos que respeten a los campesinos. Quienes producen los alimentos no merecen una nueva frustración.
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