El complejo de Adán suele aquejar a nuestros gobernantes. No son pocos los que llegan a alcaldías, gobernaciones e incluso a la presidencia de la república pensando que todo lo que se había hecho antes merece ser ignorado o desechado. Esos políticos que tienen vocación de mesías terminan -con frecuencia- causando más daño que bien. Una estatalidad robusta no se construye con mesías en los gobiernos sino con políticas que reflejen amplios consensos más allá de lo electoral. El Estado colombiano es débil porque no es capaz de imponer la ley, arbitrar conflictos y proveer bienes públicos y meritorios en todo el territorio. También lo es por carecer de políticas de Estado propiamente dichas, es decir, que trasciendan el horizonte temporal de los gobiernos para llevar a cabo transformaciones de largo alcance.
En los debates por la presidencia de la república pasan, a mi modo de ver, dos cosas: primero, las metodologías parecen no ser apropiadas para animar la presentación completa y bien argumentada de las propuestas y abrir paso a la deliberación sobre las bondades y defectos de reformas y políticas. Quienes organizan y moderan –y también algunos candidatos- parecen disfrutar más los ataques a la persona (falacia ad hominem) que la contrastación asertiva pero respetuosa de los argumentos. Segundo, precisamente por cuenta de la superficialidad y el ánimo camorrero de los debates, aparecen propuestas que pueden ser audaces y que, en todo caso, ameritan una discusión más amplia y un análisis más cuidadoso. Que una propuesta sea audaz no implica necesariamente que sea responsable. El inmenso ego de los candidatos (sin el cual, en todo caso, no serían políticos), la ausencia de partidos con plataformas programáticas construidas democráticamente, las coaliciones mal armadas, las aventuras electorales individuales y los “debates” organizados más para el espectáculo que para la deliberación, impiden la construcción tanto de consensos como de ofertas políticas claras y bien diferenciadas.
Si el gobierno es malo, como es el caso hoy en Colombia, evidentemente la continuidad no es una alternativa aceptable. Si las políticas públicas de las últimas décadas no han desmontado un estilo de desarrollo que ha tendido históricamente hacia la desigualdad, es necesario innovar en la orientación y la puesta en marcha de esas políticas. Si el statu quo es el de un orden social injusto, es imperativo llevar a cabo profundas reformas. Lo dijo John Rawls hace poco más de cincuenta años: “No importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas”. Sin embargo, votantes y candidatos debemos tener en cuenta una cosa: el éxito de las reformas depende de aquella virtud que tanto reivindicó Aristóteles como atributo de los gobernantes: la prudencia. Michael Oakeshott la llamó prudencia racional, advirtiendo que al plantear una reforma (innovación): i) la carga de la prueba sobre sus ventajas recae sobre el reformador; ii) la gradualidad con frecuencia permite gestionar y reducir las pérdidas que aquella conlleva; iii) una reforma funciona mejor si es acotada y bien definida (reformarlo todo al mismo tiempo por lo general no sale bien) y, iv) la ocasión importa (lo que podría ser una buena reforma sale mal si no es oportuna).
Colombia va por mal camino. Sin embargo, la alternativa no puede ser un salto al vacío. Es necesario exigir debates de calidad, con ideas y argumentos en lugar de insultos y descalificaciones personales. Ni los políticos ni los periodistas lo están haciendo bien. No es posible el ejercicio de la prudencia racional en medio de la hostilidad y la mediocridad de la deliberación pública en esta campaña.
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