En su libro “La educación en Colombia” Moisés Wasserman hace un balance de los logros y de las graves falencias de cobertura y calidad que persisten en todos los niveles, desde la educación para la primera infancia hasta educación superior. Estoy de acuerdo con Wasserman en la sensatez de no descartar, agobiados por las vergüenzas de nuestra sociedad y por el pesimismo, las cosas en las que el país ha mejorado. No podemos resolver los problemas que persisten si no reconocemos lo que hemos logrado. En 1964, 27,1% de la población colombiana era analfabeta; en 2018 esa cifra bajó a 5,2%. En 1954 la gente de la ciudad tenía, en promedio, sólo 4,4 años de educación mientras la gente del campo tenía apenas 2,03. En 2017 esas cifras fueron 9,7 y 6 respectivamente: inferiores al estándar de la OCDE (13 años).
A pesar del espectacular crecimiento de la educación “superior” –pasamos de una cobertura de 4% hace cincuenta años a 53% en la actualidad- todavía hay una brecha muy grande en el acceso y graves problemas de calidad. Aunque la proliferación de las “universidades de garaje” fue contenida mediante el establecimiento del registro calificado, lo cierto es que aún persisten instituciones privadas y públicas que, aunque mantienen el registro para funcionar están muy lejos de obtener una acreditación de alta calidad. En 2018 solo 52 de las 300 instituciones de educación superior que hay en el país estaban acreditadas. El crecimiento de las universidades públicas ha sido muy superior al de sus presupuestos por cuenta de una torpe financiación establecida en la ley 30 de 1993, la cual, ató los recursos al IPC sin prever las dinámicas en el número de estudiantes y el incremento de los costos relacionados con la formación de los docentes. El resultado obvio es que la inversión por estudiante ha caído en picada. En las universidades privadas, en cambio, el fenómeno de los “pupitres vacíos” amenaza la sostenibilidad financiera de los programas. El Estado debe diseñar un esquema de financiación orientado a fortalecer la oferta “pública” al mismo tiempo que apoya el acceso de estudiantes a las universidades “privadas”. En realidad, toda la oferta debe ser considerada como pública en la medida en que el ánimo de lucro está descartado en la educación superior y esta es, además, un derecho, aunque esté definida como un servicio.
La cobertura de la educación media (grados 10º y 11º) es aterradoramente insatisfactoria (47,6% en las zonas urbanas y 31,41% en las rurales). En la educación básica secundaria (grados 6º a 9º) la cobertura es mejor pero la calidad es muy deficiente. En las pruebas del Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA pos sus siglas en inglés) obtenemos resultados muy por debajo del promedio de la OCDE en competencias relacionadas con el uso de las matemáticas para resolver problemas prácticos, comprensión de lectura y el uso de conceptos científicos para entender el mundo.
Dice Wasserman que “las teorías pedagógicas y de neurofisiología modernas coinciden en que la etapa de cero a cinco años es absolutamente decisiva en la formación de las capacidades cognitivas y emocionales del infante”. Sin embargo, la oferta del Estado en ese nivel es de cuidado, no de educación. Frente a los niños cuyos padres pueden pagar jardines infantiles donde reciben estimulación temprana tenemos otro gran “grupo de niños que a los cinco años ya está en desventaja”. El libro de exrector de la Universidad Nacional está escrito en un lenguaje claro y con rigor. Es lectura obligada, especialmente para quienes aspiran a la presidencia en 2022.
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