En uno de sus “escolios a un texto implícito” afirmaba Nicolás Gómez Dávila que “las imbecilidades se propagan con la velocidad de la luz”. El éxito electoral en países ricos y pobres de personajes que alcanzan notoriedad por decir estupideces, repetir afirmaciones inverosímiles, usar muchos más insultos que argumentos y despreciar evidencias científicas, corrobora, hoy más que nunca, lo dicho por el escritor bogotano.
Las crecientes desigualdades, el desmantelamiento de la sociedad salarial, la apología del “emprendimiento” que no es otra cosa que una palabra amable para legitimar la ideología del “sálvese quien pueda”, el declive de la calidad de la educación y, especialmente, la casi nula importancia que los gobiernos, las empresas y las familias atribuyen a la difusión de las humanidades y a la promoción del pensamiento crítico, han terminado por horadar la calidad de las decisiones de la ciudadanía. Tipos vulgares, ignorantes y groseros gobiernan países tan importantes como Estados Unidos y Brasil. Millones aplauden sus sandeces. El problema es que estos tipos pusieron el pie en el acelerador del colapso global. Aunque son racistas y xenófobos, su “solución final” no tiene que ver con el exterminio de un pueblo o un conjunto de pueblos en particular, sino de la humanidad entera y de otras tantas especies.
Aunque los compromisos del Acuerdo de París son demasiado tímidos frente a la magnitud y el ritmo de la crisis ambiental global, cualquier persona racional preferiría, entre cumplirlos o no, la primera alternativa. Al fin de cuentas es un paso insuficiente pero en la dirección correcta. Sin embargo, millones de ciudadanos estadounidenses aplaudieron y eligieron a quien representó la segunda alternativa. El economista indio Amartya Sen diría que este ejemplo es una demostración más de la brecha que en muchos casos puede haber entre elección y preferencia. Brecha que pone en jaque a los teóricos de la elección racional: muchas veces, el individuo termina escogiendo algo diferente a lo que hubiera preferido ora por debilidad de la voluntad ora por falta de escrutinio y reflexión sobre la naturaleza y consecuencias de las opciones a su alcance. En nuestro hemisferio sur, el gobierno de otro gigante también fue escogido por millones de electores que tampoco reflexionaron lo suficiente sobre las apocalípticas consecuencias de su decisión.
Aunque la deforestación de la Amazonia brasileña no empezó con Jair Bolsonaro, los expertos coinciden en que su determinación de no hacer esfuerzo alguno por contenerla, ha contribuido al aumento frenético de su ritmo. Uno de estos expertos, el profesor Henrique Barbosa de la Universidad de Sao Paulo, citado por el New York Times, afirma que hay una alta correlación entre deforestación e incendios en la medida en quienes talan los árboles queman luego el resto de la vegetación. Tras el “despeje” de la selva, llegan proyectos agroindustriales, mineros y de infraestructura que están destruyendo toda la región amazónica y no solo la que corresponde a Brasil. Las fotos que han circulado por las redes sociales muestran al corazón de Suramérica en llamas. Bolsonaro está liderando un crimen contra la naturaleza y contra la humanidad porque los humanos somos parte de la naturaleza. La destrucción aleve y deliberada de la Amazonia debe calificar como un crimen de lesa humanidad y sus promotores y ejecutores deberían ser llevados ante un tribunal internacional. Igualmente, las grandes empresas, así como los políticos y funcionarios que en otros países como el nuestro cometen crímenes ambientales, no deberían permanecer en la impunidad.
En sus leyes de la estupidez humana, el economista italiano Carlo María Cipolla advertía que el número de estúpidos en cada sociedad suele ser subestimado (millones de votantes que eligen lo que a ellos tampoco les conviene así lo demuestran), que la estupidez no está correlacionada con la clase social (en todas las clases sociales hay estúpidos), y que un estúpido se distingue de un bandido porque los males que causa a los demás, se los causa, a la larga, también a sí mismo. No parece factible que las familias de Bolsonaro, Trump y las de los muchos otros que actúan como ellos, puedan llegar a establecerse en una lujosa colonia marciana. Sus votantes tampoco.
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