La posesión del presidente Gustavo Petro y la vicepresidenta Francia Márquez fue un acto lleno de significado y emotividad. El papel de las emociones en la política tiene -como Jano- dos lados: el odio, la envidia, el asco, promueven la discriminación, fracturan la amistad cívica y alientan la violencia. Así mismo -nos recuerda Martha Nussbaum- el cultivo de la compasión, la esperanza y el amor político y telúrico afianzan el sentido de pertenencia a una nación y hacen viables ideales normativos de justicia. Los rituales políticos forman parte de esa “religión civil” que teje la trama de la comunidad política vinculando a los ciudadanos. La toma de juramento de Petro y Francia envió un mensaje claro a favor de la inclusión del pueblo en la nación. Como en el caso de los populismos latinoamericanos del siglo XX, el ritual del 7 de agosto estuvo lleno de propuestas redistributivas envueltas en símbolos y mensajes igualitarios.
El historiador Marco Palacios ha sostenido que Colombia, a diferencia de buena parte de América Latina, pasó de largo de una “estación populista”. Las experiencias populistas latinoamericanas buscaron construir nación reivindicando al pueblo e integrándolo mediante políticas desarrollistas y redistributivas, al mercado interno y a la ciudadanía. Eso fue lo que hicieron, con variaciones en procesos y resultados, Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Juan Velasco Alvarado en el Perú, Jacobo Arbenz en Guatemala, Lázaro Cárdenas en México, Víctor Paz Estenssoro y Hernán Siles Zuazo en Bolivia y Omar Torrijos en Panamá. En general, populistas o no, muchos países latinoamericanos experimentaron procesos de afirmación nacional que, en la mayoría de los casos, los alejaron del doloroso expediente de la guerra civil o facilitaron su terminación. En palabras de Marco Palacios: “Lo que diferencia a Colombia de otros países latinoamericanos no es la exclusión per se, o la creciente inseguridad ciudadana… sino la ausencia de símbolos, mitos e instituciones nacionales por medio de las cuales sea posible tramitar la ciudadanía y dar curso al sentimiento de que todos somos colombianos”. La reivindicación de los “Nadies” representa una ruptura de esa tradición arribista y excluyente de nuestra vieja pero endeble democracia colombiana.
La movilización popular logró dar el salto en las urnas para transformarse en un hecho político de signo democratizador. Ese es un motivo de esperanza, pero también de inquietud. La relación entre democracia y liberalismo, o mejor, entre el principio de la soberanía popular y el del estado de derecho entendido como control del poder, aún el de la mayoría, no está libre de tensiones y conflictos. Buena parte de las experiencias de afirmación nacional y popular a las que hice referencia -al menos las más emblemáticas- fueron también, alguna forma de autoritarismo. Como dijo recientemente la profesora María Emma Wills, al momento de la movilización popular le sigue el de la gobernanza y las políticas públicas. Ahí hay que lidiar constructivamente con la tensión entre demandas populares y garantías institucionales. Ciertamente, el riesgo de una deriva autoritaria tras un impulso democratizador es algo que no se puede descartar. Sin embargo, me parece que, en el caso colombiano, hay otro riesgo diferente y quizá mayor: el de la cooptación clientelista de ese mismo impulso democratizador. Algunos nombramientos (Guillermo Reyes, Mauricio Lizcano) y la forma en la que se está llevando a cabo la elección del contralor, son motivos de preocupación. El entusiasmo y la esperanza son emociones políticas constructivas. No obstante, la cautela y la reserva no deben desecharse.
Nota de pie: Felicitaciones al profesor Jorge Iván González por su designación como director del DNP. Inmejorable elección.
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