“Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir” decía en el siglo XV, en Coplas por la Muerte de su Padre, el poeta Jorge Manrique. Para los humanos, la fauna y las plantas del río Cauca y de sus zonas aledañas, la vida ya no es el río y este ya no conduce al mar porque un infarto le llegó mucho antes de que sus aguas abracen las de su hermano el Magdalena para arribar, mezcladas, al océano. La causa de ese infarto es una enfermedad llamada primatemaia disseminata, la plaga humana que animada por una codicia febril está dispuesta a destruirlo todo, sacrificando la vida en el altar del “progreso”.
Nos dicen que el río no ha muerto, que esta situación es temporal, que abrirán las compuertas y que el caudal del río se recuperará. Nos dicen que están rescatando miles de peces y que todo esto se ha hecho para proteger a las comunidades que dependen de sus aguas. Un río no es un chorro de agua que corre o no según se cierre o se abra un grifo a discreción. Un río es un ecosistema, es decir, un sistema vivo, complejo e interdependiente. Una disminución abrupta del caudal provoca daños irreversibles porque los nutrientes presentes en los sedimentos y organismos que el río arrastra dejan de llegar a sus meandros y ciénagas. Las cadenas alimenticias se rompen y muchas especies ya no encuentran la manera de reproducirse. Un río no es un acuario.
El infarto del río Cauca le permitió al “gran colombiano” sintetizar con mucha elocuencia y claridad en las redes sociales, su visión del mundo y de la sociedad. Según él, a esta situación hay que verle el lado amable. La crisis desatada por Hidroituango es, de acuerdo con sus propias palabras, una buena oportunidad para “limpiar” el río. Lo que ese señor ve como mugre que hay que higienizar con máquinas es, nada más ni nada menos, la vida misma. Para quienes comparten su visión aséptica de la sociedad, la diversidad biológica y la diversidad social son infecciosas. Por lo tanto, la terapia apropiada en uno y otro caso es la “limpieza”. En mi opinión, ese tuit es una declaración política explícita.
El río ha sido herido por la codicia, la corrupción, la negligencia y la soberbia que suelen ser los ingredientes de los megaproyectos y de las explotaciones que se llevan a cabo sin tomar en serio las voces de las comunidades. Los promotores y responsables de Hidroituango se indignan ahora por la politización de la crisis que ellos mismos provocaron. Usan como coartada la connotación negativa que en el lenguaje cotidiano tiene la palabra “politizar” para evitar la rendición de cuentas. Las implicaciones ambientales, sociales y económicas de un proyecto lo ubican en la esfera pública de manera que, tanto la deliberación sobre la distribución de sus costos y beneficios, como las decisiones que se adoptan, son necesariamente políticas. Nos venden la imagen de que estos asuntos deben ser definidos por técnicos que saben qué es lo que conviene hacer y lo que sirve a las comunidades, a las que esos mismos promotores de los proyectos consideran ora ignorantes ora guiadas por el interés de extorsionar a quienes empujan el carro del progreso.
¿Acaso no hay ya suficiente evidencia de los desastres provocados por esa codiciosa arrogancia? ¿Cómo creer en las promesas de control adecuado de daños y manejo responsable de megaproyectos y explotaciones extractivas cuando ocurren catástrofes como la ruptura, en el estado brasileño de Minas Gerais, de una represa con residuos tóxicos de la minería? Cuando los daños son irreversibles no hay compensación económica que valga. Por esa razón tiene un valor enorme la movilización campesina que hace unos días logró la suspensión de las actividades de exploración minera en Jericó, Antioquia. ¿Cómo podemos hablar de democracia si a las comunidades se les niega la opción de tomar decisiones sobre los territorios que habitan? Por falta de democracia real, las “rubias aguas del Cauca río” como las llamó León de Greiff, están muriendo: “¿dónde amarás ahora, Venus de Bolombolo, Laïs del Cauca?
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