No pocas veces los “proyectos de desarrollo” son como los “heraldos negros” del poema de César Vallejo: golpean a la gente y “abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en lomo más fuerte”. Con frecuencia, los megaproyectos de infraestructura, minería o agroindustria, han sido como bárbaros Atilas cuyos potros cabalgan pisoteando paisajes, modos y medios de vida de comunidades, sepultando a sus líderes. Los beneficios de esas actividades suelen terminar en los bolsillos de quienes no pagaron los costos humanos, ambientales, sociales, políticos y culturales asociados a ellas. Es por eso que, a pesar de su inmensa popularidad en los discursos de políticos, técnicos y periodistas, en la vida real, el desarrollo es una promesa de bienestar sin resultados, o con resultados muchas veces macabros. Nuestra población campesina lo sabe y por eso prefiere hablar del buen vivir.
El segundo objetivo de desarrollo sostenible reconoce el papel estratégico de la agricultura campesina para aportar a la solución del hambre, la pobreza y la crisis ambiental. Tres de las ocho metas de este objetivo apuntan al fortalecimiento de la agricultura familiar campesina: duplicar la productividad (y los ingresos) de los agricultores familiares, asegurar la sostenibilidad de la producción de alimentos usando prácticas agrícolas que aumenten la capacidad de adaptación al cambio climático y, mantener la diversidad genética de semillas, cultivos, animales domésticos y especies silvestres. Sin embargo, las metas establecidas por Colombia para dar cuenta de ese objetivo son pobres y reflejan el mismo desinterés que llevó al gobierno a no firmar la Declaración de los Derechos de los Campesinos, aprobada por Naciones Unidas en diciembre de 2018.
Mientras la producción agrícola familiar en pequeña escala es central en las metas globales, las metas colombianas para ese objetivo son una perezosa interpretación de esos propósitos. La meta mundial propone para el 2030 la eliminación del hambre para todas las personas. En Colombia, país tropical altamente productivo, en plena implementación de un acuerdo de paz rural, y con cerca del 25% de población campesina, las metas son reducir la prevalencia de desnutrición en menores de 5 años del 16% al 5% y reducir la proporción de hogares que experimentan inseguridad alimentaria del 32% actual al 14% en 2030. La otra meta consiste en aumentar (no se especifica cuánto) la producción agrícola que cumple criterios de “crecimiento verde”: un concepto que equivale al enfermo que busca su remedio en los mismos vicios que lo enfermaron. La seguridad alimentaria remite apenas a la disponibilidad de alimentos. En cambio, la soberanía alimentaria tiene que ver con las decisiones que toman las comunidades acerca de qué alimentos producir y cómo producirlos. Estas decisiones son mucho más compatibles con la oferta de alimentos nutritivos y culturalmente pertinentes y con prácticas productivas sostenibles, que las decisiones tomadas por grandes empresas agroindustriales y comercializadoras de alimentos.
La población campesina brilla por su ausencia en las metas definidas por el gobierno para este objetivo. Los agricultores familiares quedaron perdidos en la adaptación nacional de ese objetivo. También están perdidos en el presupuesto. El presupuesto de inversión para 2020 en el sector “agricultura y desarrollo rural” es de 1,22 billones de pesos, apenas 3% del presupuesto de inversión total. En 2019 fue 1,57 billones de pesos, 3,87% del total. En 2018, llegó a 1,74 billones de pesos (4,52% del total). Esa disminución viene desde hace mucho. El compromiso adquirido con la Reforma Rural Integral no quebró esa tendencia. El reducido presupuesto no es excusa para explicar la pobreza de las metas colombianas. El fortalecimiento de la agricultura campesina: asistencia técnica, acompañamiento y protección de su economía serían viables con voluntad política. Tras muchas promesas de desarrollo se agazapan intereses particulares que ignoran, por codicia e ignorancia, el sufrimiento de las comunidades y el potencial transformador de los propósitos globales.
La población campesina, afrodescendiente e indígena ha aprendido que cuando alguien invoca al “desarrollo” como justificación, debe indagar el contenido específico que quien lo propone, atribuye a ese concepto. Las etiquetas de lo “humano”, lo “sostenible” y lo “verde” son muchas veces usadas como coartadas para abrirle paso a “los heraldos negros que nos manda la Muerte”.
* A la memoria de Alfredo Molano
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