El sociólogo Emile Durkheim señaló una vez que las personas padecemos el mal del infinito: “infinitos deseos, infinitamente insatisfechos”. Paradójicamente, el mal del infinito nos hace más finitos de lo que creemos. Le está poniendo fin a nuestra existencia en la tierra y de paso, a la existencia de muchas otras especies que perecen como consecuencia de nuestras irresponsables acciones y nuestro modo de vida depredador. En lugar de orientar nuestros deseos hacia realizaciones estéticas y morales, los dirigimos cada vez más hacia un frenesí consumista que nos conduce al severo agotamiento de los recursos naturales y amenaza nuestra supervivencia. Keynes hablaba de las “posibilidades económicas de nuestros nietos”. Lo cierto es que la cuestión de la incertidumbre sobre nuestros nietos tiene que ver cada vez menos con el grado de prosperidad o pobreza de su generación y cada vez más, con el hecho de saber si esa generación contará o no con las condiciones naturales básicas para su supervivencia.
La gente no parece darse cuenta de que nuestro actual modo de vida es insostenible. Seguimos usando plásticos, tomando con frecuencia vuelos trasatlánticos, usando carros y motos todos los días, desperdiciando miles de cosas que usamos una sola vez, talando los bosques, fumigando con herbicidas, alentando la ganadería extensiva y las agroindustrias que secan los suelos, abriendo las entrañas de la tierra y fracturándola para alimentar la codicia de unos y el conformismo cómplice de otros. Estamos insertos en una economía política autodestructiva mientras los debates políticos, las políticas económicas, las estrategias de negocios y la vida cotidiana, siguen desenvolviéndose como si el planeta no nos estuviera gritando: ¡Basta!
El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC) advierte que ya no hay tiempo ¡Faltan solo once años para que el colapso sea irreversible! Los principales tomadores de decisiones en el mundo tienen ya entre cincuenta y setenta años y parece importarles muy poco lo que suceda en el futuro cercano. Sin embargo, que a ellos no les importen ni sus hijos ni sus nietos ni los hijos ni los nietos de los demás, no justifica la indiferencia de todos los demás, de todos nosotros. La humanidad es más sorda que racional.
La voz de Greta Thunberg, la joven sueca de 16 años que constantemente nos invita a presionar a nuestros gobiernos para que tomen decisiones que permitan reducir y gestionar el daño que ya hemos causado, no está siendo escuchada. Ignoramos su angustia y su llamado. Seguimos entrampados en un estilo de vida que nos va a costar justamente eso: la vida. La de nosotros y las vidas de otras especies. Greta tiene mucha razón cuando replica a quienes le dicen que debería estar en la escuela: ¿Qué sentido tiene educarse para un mundo que dejará de existir? La razón de Greta causa tristeza porque evidencia nuestro fracaso. El fracaso de todos los que somos adultos y seguimos viviendo nuestras vidas como si solo importáramos nosotros y solo ahora. Ni siquiera la expectativa de una penosa vejez nos conmueve.
Insertos en la sociedad de consumo vendimos nuestra alma y el diablo nos está pasando la factura. No obstante, ignoramos también esas primeras cuentas de cobro. Ciertamente, cambiar nuestros hábitos de producción y de consumo y modificar radicalmente las políticas de desarrollo tiene costos enormes. El problema es que el costo de no hacerlo es aún más alto. No cambiar nada es un suicidio colectivo. Como bien señaló hace poco el parlamentario británico Sir David Attenborough, llegó el momento de ser radicales. De hecho, ya no estamos en condiciones de ser suficientemente radicales. No podemos esperar más tiempo ni conformarnos con paños de agua tibia. Tampoco podemos esperar que sean otros los que tomen decisiones y cambien. No podemos subestimar el efecto que sobre el planeta tienen nuestras acciones y hábitos en la vida cotidiana. Si todos pensamos así estamos en una trampa racional. Es una cuestión de comportamiento personal y de compromiso político. La cuenta regresiva ya empezó. El mal del infinito terminará haciéndonos efímeros a todos.
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