La abstención electoral del domingo pasado corrobora que la nuestra es una democracia de muy mala calidad. En la disputa del régimen político por los corazones y las mentes de los ciudadanos volvió a ganar la desconfianza. De acuerdo con el informe del BID dedicado al tema de la confianza, esta consiste en “la creencia de que otros no actuarán de manera oportunista”. Las noticias cotidianas repletas de ejemplos sobre la desmedida influencia de los intereses creados en el trámite de las leyes y la orientación del gasto alimentan en los colombianos la creencia contraria, especialmente sobre políticos y funcionarios. Añade el informe que la confianza también es la creencia de que los otros “no harán promesas que no pueden cumplir” y “no renegarán de las promesas que sí pueden cumplir”. Las ofertas políticas en nuestro medio abundan en ejemplos de promesas inviables (trenes aéreos que atraviesan el país). También pululan políticos que -sin la simpatía de Cantinflas- así como dicen una cosa dicen luego otra y saltan de partido en partido. Y aquellos que saben mucho de adjetivos para descalificar al interlocutor (“bandido”, “guerrillero”) y poco de argumentos. Esa perfidia de buena parte de la clase política desanima la participación electoral. A su vez, el abstencionismo abona el terreno para llevar a la realidad lo planteado en un viejo grafiti bogotano: “lo público es el sector privado de los políticos”.
En Colombia hay 38’819.901 personas en el censo electoral. Sin embargo, el domingo pasado votaron (con 99,41% de las mesas escrutadas) solo 18’034.781 individuos para el senado (abstención de 53,55%) y 18’413.467 para la cámara (abstención de 52,57%). Aunque era un tarjetón opcional, lo cierto es que en las consultas dejó de votar el 68,5% de las personas habilitadas para hacerlo. Algunos opinan que la respuesta al problema del abstencionismo está en el voto obligatorio. En mi opinión, el voto debe ser un derecho y un deber moral de civilidad, no una obligación legal. Uno de los autores del informe del BID, el economista Carlos Scartascini, me comentó, a propósito del tema del abstencionismo que, en su país, Argentina, de nada sirve el voto obligatorio. Luego de cada elección el gobierno debe declarar una amnistía porque resulta imposible sancionar a los millones de personas que no asisten a las urnas. Como en la fábula del pastorcito mentiroso, antes de cada votación las autoridades advierten: “esta vez sí habrá sanciones” y, siempre después, se echan para atrás. Como decía Weber, la legitimidad es el reconocimiento más o menos generalizado de la validez de un orden. El reconocimiento no es algo que en últimas se le impone al ciudadano sino algo que el ciudadano otorga o no.
Como sabemos, no todos los que acuden a las urnas lo hacen guiados por un deber moral de civilidad o por su confianza en la democracia o en el Estado. El voto es, en muchos casos, una mercancía. No siempre gana el mayor poder de persuasión sino la chequera más abultada. Aunque el voto de opinión o de emoción (rabia, miedo) es cada vez más importante, la estable votación de los partidos tradicionales en las elecciones legislativas demuestra que persiste una red clientelista que medra en la pobreza y en la desconfianza de gente atrapada en periferias rurales y urbanas y en la informalidad. Hay millones, sin embargo, que no están atrapados en esas redes clientelares ni en esas periferias, pero tampoco confían en la democracia o en el Estado. Precisamente, para superar esas trampas de pobreza y clientelismo, esas son las mentes y corazones que con buenas razones es necesario conquistar.
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