Buscando qué ver una tarde de domingo, encontré con mi esposa una película que se llama “La vida misma”. No es mi intención calificarla aquí, sino apenas comentar que me llamó la atención la premisa de la que parte: que la vida es un narrador impredecible, y que por eso mismo no tenemos idea de cuáles son los caminos por los que va llevándonos.
Me quedé pensando en eso sobre todo por lo que ha sido mi propia vida este año. Unos meses complicados -jodidos, si se quiere- por cuenta del intento de suicidio de mi hermano, de las insondables grietas familiares que su decisión ha abierto y de la muerte de mi suegra. Pero un año que, pese a todo, ha logrado obrar un efecto extraño.
La película de la que hablo empieza siguiendo la vida de dos personajes; de pronto, por cuenta de un suceso inesperado, se va a otro lado y cuenta una cosa diferente. Tal cual como la vida, pues: un día estamos aquí, convencidos de que el camino trazado es el que seguiremos recorriendo, y de un momento a otro sucede algo que lo tuerce de manera insospechada.
A veces miro las fotos que me tomé hace un año, por esta época, y me doy cuenta de lo distinto que era todo. ¿Cómo iba a imaginarme que tan poco tiempo después la vida cambiaría tanto? Nadie puede predecir a dónde nos llevan esos golpes del destino, a veces tan fuertes, pero sí podemos decidir qué hacer con ellos.
Tal vez a eso me refiero cuando hablo de ese “efecto extraño”. Es curioso, pero sobre todo los dos primeros golpes me han hecho preguntarme una cantidad de cosas que a veces daba por sentadas. Y a lo mejor de eso se trata: que no hay nada estable en esta vida, salvo, quizás, la inestabilidad. La única certeza que tenemos es el cambio; hoy tenemos, mañana no sabemos, dice la canción.
Pero, aún a riesgo de caer en ese tono tan obvio de superación, debo aceptar que estos golpes me han hecho empezar a mirar las cosas con otros ojos. No se trata de buscar un sentido, porque es más fácil aceptar que este camino no tiene ninguno; se trata de valorar lo que hay ahora, lo que la vida nos brinda (sea lo que sea), y de evitar preguntas estúpidas del tipo “¿por qué a mí?”. ¿Por qué no? Vivimos en una ruleta rusa, y todos los días alguno se lleva el disparo.
Como sea, me gustaría dejar aquí algunas de las cosas que he aprendido y que son mías, nada más. No pretendo imponérselas a nadie ni pontificar sobre cómo cada quien debería vivir. No es eso. Pero, si algo me ha dejado este 2019 que empieza a irse, son unas pocas certezas: que debemos amar un poco más a los escasos amigos cercanos, que solo el amor nos salva del desastre, que no hay que complacer a nadie con nuestras opiniones y que debemos ser firmes con ellas, aunque duelan, si creemos que estamos haciendo lo correcto, y que nada nos cuesta tratar de ser un poco mejores, con los otros y con nosotros mismos.
Sobre todo eso: que nada nos cuesta tratar de ser un poco mejores.
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