Tres décadas después de aquel año fatídico -considerado uno de los más violentos en la historia reciente de Colombia-, resulta imposible no preguntarse cómo ha hecho este país para avanzar, a pesar de todo, en medio de tanta mierda. La pregunta vuelve a cobrar vigencia luego de leer el libro de la periodista María Elvira Samper que acaba de editar Planeta y que lleva el título de ese año nefasto.
1989 es un recuento detallado de la brutal guerra abierta que le declaró Pablo Escobar al Estado colombiano, y por ahí derecho a toda la sociedad, que sufrió las consecuencias de semejante locura. Uno tras otro, mes a mes, Samper registra los hechos de un año para olvidar: el asesinato sistemático de los miembros de la Unión Patriótica (y uno no puede evitar hacer el paralelo de lo que sucede hoy con los líderes sociales), la muerte de jueces, periodistas, miembros de la fuerza pública, candidatos presidenciales (entre ellos Luis Carlos Galán, quien se perfilaba como el seguro reemplazo del presidente Virgilio Barco), y la locura de los carros bomba estallando aquí y allá en las principales ciudades del país. Un año en el que Escobar casi logra su objetivo, por increíble que hoy parezca: poner contra las cuerdas a todo un Estado y casi que llegar a doblegarlo.
Una breve muestra del panorama, extraída del libro, revela esa realidad escalofriante: “En febrero ya se habían duplicado los asesinatos de líderes políticos y la guerra sucia se había generalizado como respuesta a un plan de desestabilización. Entre agosto y diciembre explotan 88 bombas en calles, bancos, sedes políticas, instalaciones públicas, hoteles, residencias, periódicos y centros comerciales de las principales ciudades del país”. ¿Cómo sobrevivimos a eso? Parece increíble que aquí sigamos, después de todo.
Resulta loable que Planeta inaugure esta nueva colección, Memoria Colombia, con un libro tan oportuno, que treinta años después sigue explicando muchos de los problemas que aún padecemos los colombianos. Y sin embargo, a pesar de ser un testimonio valiosísimo, uno se lamenta de que no vaya más allá del mero registro de los hechos, sobre todo cuando lo escribe una de las periodistas más prestigiosas del país, que vivió aquella época desde adentro, ejerciendo el periodismo en uno de sus momentos más difíciles.
No es un detalle menor, creo. Y repito: aunque 1989 es el valiosísimo testimonio de una época, ese imparable registro de los hechos hace que el lector termine abrumado. Lo mismo sucede al final, cuando Samper transcribe una serie de entrevistas con personajes clave de la época (el expresidente César Gaviria o la senadora Aída Avella, superviviente del exterminio de la UP), en un formato que quizás no resulte el más acogedor. Como sea, el libro es un testimonio tremendo, sobre todo para esas nuevas generaciones que no tuvieron que crecer como nosotros: acostumbrándonos a que las bombas y las muertes eran parte cotidiana del país que nos tocó en suerte.
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