El caso fue tan aterrador que me quedó dando vueltas en la cabeza durante varios días: una madre llevó a sus dos hijos, de 7 y 10 años, a una cita de control en la EPS Sánitas, en Bogotá, donde luego de revisarlos les formularon un antiparasitario llamado Albendazol. Nada malo habría sucedido si las cosas hubieran seguido su curso normal, pero no: la farmacéutica de la droguería Cruz Verde que debía suministrarle el medicamento se equivocó y le dio a la madre otro llamado Tramadol, que según los medios es un “analgésico opioide que afecta el sistema nervioso central y en sobredosis puede ocasionar depresión respiratoria grave”. El caso es que la madre -confiando, claro, como es normal confiar en esa situación-, les suministró el medicamento sin percatarse del error y ambos menores fallecieron, con días de diferencia.
El episodio no es solo una tragedia absurda y dolorosa, sino, por desgracia, uno más de los tantos que desnudan la precariedad y las fallas del sistema de salud colombiano. Eso no es ningún descubrimiento, claro; lo sabemos todos los que de una u otra manera debemos padecerlo. Intenten pedir una cita en una EPS cualquiera, para no ir más lejos: no solo se la adjudican a uno para meses después, sin importar la enfermedad, sino que cuando al fin lo atienden, lo despachan en dos minutos: chao, te vi. El año pasado, a la madre de mi esposa le diagnosticaron un cáncer de hígado, y la batalla con la EPS para lograr que le dieran un tratamiento adecuado resultó más ardua de lo que hubiéramos imaginado; al final, hubo que recurrir a la Supersalud para que le autorizaran una serie de quimioembolizaciones que llegaron muy tarde. Porque ese es el otro problema: mientras los pacientes se enredan en ese mar de burocracia y negligencia, las enfermedades siguen creciendo y ya es poco lo que se puede hacer cuando al fin se destraba. Una anécdota terrible ilustra mejor lo que estoy diciendo: pocos días después de la muerte de su madre, mi esposa recibió una llamada de la EPS diciéndole que habían aceptado al fin una cita vital que tenía pendiente hacía meses, y ella no pudo quedarse con las ganas de decirle a la amable señorita que ya para qué.
Pero es que ese es el problema de que, más que un derecho, la salud sea hoy un descarado negocio. Resulta muy triste que solo quienes puedan pagarlo tengan acceso a un sistema un poco mejor, aunque tampoco; el resto, mientras tanto, quedan expuestos a la ineficiencia, la corrupción y la precariedad, y a vivir situaciones tan terribles como la de esa mujer y la farmacéutica. Me parece que toda esta situación del sistema -algo que pasa de manera muy similar con el educativo-, se debe, entre muchas otras cosas, a no entender el valor real de lo público, y a creer que hay derechos básicos que pueden convertirse en un negocio. Ese es un problema social más que acabará estallándonos en la cara, como tantos otros, y que cuando nos demos cuenta seguramente será tarde. Igual a como sucede en las EPS.
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