Aunque ya salió hace un buen rato, El motel del vouyeur, el libro del icónico periodista estadounidense Gay Talese, cuenta la historia del dueño de un hotel de carretera en Estados Unidos que, sin que los clientes lo sepan, se trepa al cielorraso y los espía en sus habitaciones a través del ducto de ventilación. Se me vino a la cabeza la imagen del tipo mirando a sus huéspedes mientras hacían el amor, discutían o se aburrían viendo televisión, cuando pensé en la forma en que, supongo, los lectores entramos a los diarios de Héctor Abad Faciolince, que acaban de publicarse en Alfaguara bajo el título de Lo que fue presente.
Y lo digo porque la palabra “diario” despierta de entrada una especie de fascinación morbosa; en el fondo, sabemos que lo que está en esas páginas es lo que quien escribe no es capaz de contarle a nadie, sus secretos más oscuros. Y es así, tal cual: el libro nos va revelando a un joven atormentado que anhela convertirse en escritor mientras lidia en el camino con serios problemas económicos y afectivos. No voy a revelarles lo que cuenta (ahí está el libro), pero sí decirles que cuenta mucho, y muchas veces lo que a cualquiera le avergonzaría revelar. Pero ahí, creo, reside su valor. Todos tenemos dos lados, uno que mostramos y otro más oscuro, pero eso no nos hace necesariamente malas personas, solamente humanos. Ese lado negro, sin embargo, es el que solemos ocultar, el que nos avergüenza, el que despreciamos porque nos hace ver débiles, y ya sabemos lo mal visto que está flaquear en esta sociedad. Y, sin embargo, pasamos por alto lo mucho a veces que nos libera revelarnos frágiles.
Creo que el auge creciente de los libros de no ficción se debe, en buena parte, a que echan mano de una fórmula irresistible: revelar lo que cuesta trabajo hacer público y, al mismo tiempo, hacernos mirar a los lectores en ese espejo: a mí también me han pasado cosas similares, incluso peores. Yo también soy vulnerable. Como sea, el requisito principal de estas narraciones es la honestidad; ese es el primer pacto entre el lector y escritor, y es ahí, justo en ese punto, donde reside el valor de lo que leemos. Por eso creo que los diarios de Abad son tan valiosos: porque no solo nos abren la puerta para husmear en su intimidad, aunque no sea ese el punto, sino que nos muestran -con blancos y negros, con luces y sombras-, lo contradictorios que a fin de cuentas somos todos. Y lo hace mediante una honestidad dolorosa y una pluma, como siempre, sencilla y lúcida.
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