Ni siquiera el más pesimista se imaginaría hace apenas unos meses, cuando entre las fiestas decembrinas nos deseábamos el feliz año, que menos de noventa días después buena parte de la humanidad iba a estar obligada a permanecer en casa, muerta de miedo por cuenta de un virus que la tiene arrinconada y al borde de una crisis económica que se asoma y plantea, de paso, serias preguntas sobre el sostenimiento de este sistema sobrecargado.
Parece un capítulo de Black Mirror o una novela de Orwell: las calles vacías, la gente tapada de la cabeza a los pies y cubriéndose el rostro con tapabocas, y miles de empleos perdidos de un día para otro que han dejado a tantos sin nada. No es por aguar la fiesta, pero ante los comentarios en redes que anuncian lo que haremos cuando esto acabe, suelo responder con una mueca de escepticismo: esto no terminará el 13 de abril, por desgracia; la humanidad tendrá que aprender a convivir con esta nueva amenaza —o alguna peor después, quién sabe— y cambiar de manera radical muchos de los hábitos que había dado por sentados y que este sistema nos había vendido tan bien. Un solo ejemplo: los viajes desaforados, el hecho de creer que para tener una buena vida debemos chulear en nuestra libreta personal desde las costas de Nueva Zelanda hasta la punta más al norte del Canadá. Nada de eso volverá a ser igual; al contrario, los controles aún más estrictos en los aeropuertos, las fronteras más cerradas y el aislamiento de los enfermos, al que nos someteremos de manera voluntaria, serán las nuevas reglas.
Entre todo lo que se ha escrito sobre el tema hasta ahora —y eso que apenas comenzamos: agárrense—, hay por ahí varios artículos tremendos sobre cómo la tecnología entrará a jugar un papel aún más significativo y la manera en que contribuirá para, a la par de controlar el virus, quitarnos esas libertades individuales de las que tanto nos enorgullecemos en Occidente. En China, buena parte del control de la pandemia se debe a un sistema de gobierno que, aunque ferozmente capitalista de dientes para afuera (todo es “Made in China”, díganme si no), en el interior es una dictadura comunista: hasta el menor movimiento de cada ciudadano es controlado y monitoreado por el Estado. La privacidad es cosa del pasado, pero lo más probable es que ese sea el precio que paguemos también nosotros por enfrentar enfermedades con el potencial de provocar una pandemia.
No sabemos con certeza qué pasará, por supuesto, pero no hay que ser un experto para intuir que quienes van más a sufrir los efectos a largo plazo del coronavirus serán los pobres, e incluso la llamada clase media. La desigualdad que ha creado este capitalismo voraz —y que sigue creciendo— tan solo ampliará más la brecha, y quizás solo entonces veremos que pedir la privatización y buscar siempre la ganancia de todo no está resultando tan bueno como creíamos. Aunque, mirándolo desde esa óptica, algo bueno puede traer todo esto: que nos demos cuenta, por fin, de la importancia que tienen los oficios que hoy consideramos menores y dejemos de creer que hacer plata es el gran objetivo de esta vida.
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