Hace un par de años se publicó en el New Yorker un artículo bastante sugestivo titulado ¿Por qué los hechos no cambian nuestra forma de pensar?, escrito por la ganadora del Pulitzer, Elizabeth Kolbert. El texto describe varios estudios sicológicos que comenzaron a realizarse a mediados de los setenta, en Stanford, para tratar de observar la manera en que las personas se comportan de acuerdo a sus creencias.
Uno de ellos reunió a un grupo de estudiantes para participar en un experimento sobre el suicidio. Los investigadores les repartieron una serie de notas, advirtiéndoles que algunas fueron escritas por suicidas reales y otras por personas al azar, y luego les pidieron que identificaran unas de otras. De manera increíble, algunos descubrieron que tenían una habilidad especial para diferenciarlas: de 25 pares de notas, lograron acertar en 24.
Pero aquí es donde la cosa se pone interesante. Una vez finalizado, los investigadores les revelaron que los resultados eran falsos y que ninguno había logrado tener semejante grado de precisión; la verdad era que todos habían tenido un promedio bastante similar. Inmediatamente después les pidieron que trataran de estimar cuántas cartas habían adivinado bien, y entonces sucedió algo curioso: a quienes les dijeron al principio que tuvieron el mejor resultado, siguieron creyendo que lo habían hecho mucho mejor que el resto a pesar de que acababan de revelarles que no tenían ningún sustento para hacerlo.
“Una vez formadas, las impresiones se vuelven notablemente perseverantes”, explican los investigadores. El artículo también habla sobre el llamado “sesgo de confirmación”, esa tendencia que tenemos de acoger la información que refuerza nuestras ideas y rechazar la que las contradice.
¿A qué viene todo esto? Lo anterior explica bien los escenarios que vivimos en Colombia, un país tan polarizado como cualquier otro -o más-, en el que cada quien tira para su lado y ve lo que quiere ver. Tomemos un ejemplo: Álvaro Uribe Vélez. Independientemente de lo que suceda luego del llamado que la Corte le hizo a indagatoria, el próximo 8 de octubre, la realidad es que nada cambiará demasiado: sus seguidores seguirán pensando que es inocente (así luego se pruebe lo contrario), y sus detractores continuarán creyendo que es culpable (así luego se pruebe lo contrario). Los hechos no importan; al final, la percepción que cada uno tiene metida en la cabeza resultará casi imposible de modificarse. Y así vamos.
Lo curioso es que, si se fijan, los distintos escenarios mediáticos no hacen más que reforzar esa tendencia a creer lo que queremos creer. Escuchen un programa de radio cualquiera, que venden como un supuesto “debate”, pero que en realidad es tan solo un diálogo de sordos: un par de personas vociferando lo que creen y otro par respondiéndoles que no, que no es así sino asá. Y los oyentes, claro, tomando partido.
Todos hemos caído en este juego, por desgracia. Así que quizás un primer paso podría ser darnos cuenta de cómo funciona la mente y tratar de acercarnos, con menos prevención, a aquello que nos causa tanta repulsión. A lo mejor acabamos llevándonos una sorpresa.
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