El 21 de septiembre se conmemoró el día mundial del Alzheimer, una fecha establecida por la OMS y la Federación Internacional de Alzheimer en 1994; esta enfermedad es la forma de demencia más común y está considerada como la nueva epidemia del siglo XXI, se calcula que 33 millones de personas en el mundo la padecen; es una patología desgastante no solo para quien la padece sino para todas las personas de su entorno, pues la persona irá perdiendo progresivamente sus recuerdos y su memoria, al punto de depender totalmente de sus familiares o de una institución de asistencia. El Alzheimer es una enfermedad que preocupa cada vez más a la comunidad internacional y es un tema importante que necesitamos profundizar de la mano de los especialistas; mi propósito es invitarlo a reflexionar sobre la importancia de la memoria en nuestra vida personal y como sociedad.
Luis Buñuel en su libro ‘Mi último suspiro’ dice: ‘Hay que haber comenzado a perder la memoria, aunque sea solo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye nuestra vida’; una vida sin memoria no sería vida, porque nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento; sin ella, dice Buñuel, no somos nada. Cuando perdemos la memoria, como en el caso de la persona que sufre Alzheimer, olvidamos dónde están las llaves y también para qué sirven, quiénes son las personas que nos rodean y quiénes somos nosotros. Podríamos decir que, perder la memoria es desconectarse del pasado, del presente y también de la posibilidad de construir futuro; tal vez nos gustaría borrar algunas cosas que hemos vivido porque han sido dolorosas o porque no nos sentimos orgullosos de ellas; sin embargo, esas historias más oscuras seguramente son las que nos han permitido aprender, madurar y ser quienes somos.
Recuperar la memoria es un paso importante cuando una persona necesita sanar una herida; volver a mirar lo que sucedió, permitirse hacer el duelo que corresponda y encontrar nuevas formas de interpretarlo para enriquecer su experiencia, capitalizar el aprendizaje y perder el miedo a los fantasmas del pasado. Cuando logramos hacer esto nos sentimos más livianos y podemos construir relaciones más sanas, somos más comprensivos con el dolor ajeno y estamos en condiciones de reconocer y valorar al otro. La memoria nos permite relacionarnos con las personas y situaciones de nuestra vida, convierte el pasado en presente y abre posibilidades hacia el futuro, es la esencia de la relación con nosotros mismos y por supuesto con los que nos rodean.
Alguna vez le ha pasado que se encuentra con alguien que lo saluda con mucho entusiasmo, lo llama por su nombre, le pregunta por su vida, trabajo, familia, etc., y usted no tiene ninguna noción de quién es y de dónde lo conoce, dan ganas de ‘salir corriendo’ ¿verdad? ¿Cómo puedo entablar una conversación cercana si no soy capaz de reconocer al otro, si la memoria no me funciona y no me acuerdo quién es? Es la memoria la que nos permite conservar a nuestros seres queridos después de dejar este mundo, guardamos fotografías, escritos, regalos, cosas que nos conectan y nos permiten sentirlos cercanos a pesar de la ausencia. La memoria nos da identidad y nos reconcilia con nuestros orígenes, no solo a nivel personal y familiar, también como sociedad y como humanidad. Sin memoria perdemos de vista que todos, sin importar si somos ricos o pobres, doctores o analfabetas, si vivimos en una mansión o en una choza, si somos citadinos o campesinos, si estamos sanos o enfermos, somos seres humanos; sin memoria podemos llegar a pensar que el otro solo es una estadística en un informe, que no tiene vida, que no tiene familia, que no tiene sentimientos, que no sufre.
La memoria nos hace sensibles al dolor propio y al dolor ajeno y desde ahí, solo desde ahí, podemos hablar de reconciliación y de paz. No es un asunto de partidos, candidatos y lucha de poderes, es cuestión de seres humanos, de sanar heridas, de volver a los orígenes, de estar en paz con nosotros mismos y con los otros, es cuestión de memoria.
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