Durante el Tercer Reich, las autoridades alemanas emitieron un decreto conocido como “Noche y niebla” que tenía como fin la eliminación de los oponentes políticos del régimen nazi en los territorios ocupados. Se dice que es el origen del delito de la desaparición forzada; la estrategia buscaba dejar a las comunidades sin líderes, sin guía, sin quien levantara la voz en su defensa. Más tarde, esta espeluznante forma de lucha política se usó, de manera sistemática, por los regímenes dictatoriales de América Latina.
En Colombia, todos los grupos armados, ilegales y legales, han recurrido a las prácticas del asesinato y la desaparición forzada de los líderes sociales y comunitarios, como estrategia de silenciamiento, porque estos se convierten en un obstáculo para su control político, territorial o su accionar criminal. También se han callado con las armas las voces de muchos por el solo hecho de pensar distinto, por ver en ellos una amenaza para una idea o para un determinado modelo de desarrollo, como pasó con los miembros de la Unión Patriótica, donde cerca de 5.000 militantes fueron asesinados porque representaban un miedo todavía latente: la consolidación de un gobierno de izquierda. Pero no solo es la fatal historia de este grupo político la que cuenta la forma como las estructuras criminales y algunos sectores sociales han preferido las balas al diálogo y la concertación. La lista de víctimas defensores de derechos humanos, líderes sociales y comunitarios, autoridades indígenas y negras, periodistas, estudiantes… es muy larga y desgarradora. Una comunidad que pierde un líder de manera violenta, también queda sumida en el miedo y la parálisis que éste genera: “¿quién va a ser el guapo que se le mida ahora a llevar las banderas del occiso?” Es el mensaje que queda.
En este contexto de profunda violencia en contra de aquel que piensa distinto, algunos militantes del Centro Democrático han estado promocionando una campaña en las redes sociales en la cual se puede ver a algunos candidatos y precandidatos a la presidencia de la República y a otros políticos nacionales con la boca tapada con cinta aislante, así como hacían los militares de Videla cuando se llevaban a los montoneros o a los estudiantes universitarios para desaparecerlos, con un mensaje que dice: “Bravucones inconsistentes los callaremos en las urnas.” ¿Son bravucones e inconsistentes aquellos que tienen ideas distintas? ¿Los que señalan hechos de corrupción? ¿Los que defienden sus derechos aunque eso resulte incómodo? Paradójicamente, la campaña no incluye a aquellos políticos que se dan golpes con ciudadanos, o que le pegan a los miembros de su esquema de seguridad, o que amenazan con darse en la jeta, o que hacen chistes machistas y sexistas para descalificar los argumentos serios y contundentes de las mujeres que los cuestionan o aquellos que queman libros. El mensaje es terriblemente desafortunado y aunque no tiene efectos negativos sobre aquellos que aparecen en las fotos, sí refuerza la idea de que aquel que piense distinto, aquel que incomoda con su tono o con sus denuncias, debe ser callado en lugar de ser oído. Resalta que al opositor político hay que silenciarlo, que la contienda sobre lo público sigue siendo de todo o nada, que no puede haber matices, ni discrepancias, ni puntos de encuentro, ni acuerdos, ni negociación. Así, termina poniendo en riesgo a esos líderes sociales y comunitarios que no cuentan con protección del Estado, ni con esquemas de seguridad, esos que están en las regiones tratando de buscar alternativas distintas a las balas y terminan silenciados por estas.
Uno de los símbolos más importantes y representativos del proceso de desmovilización de los paramilitares y, posteriormente, de la guerrilla de las Farc era el fin de la legitimación de la eliminación física del oponente político. Sin embargo, desde el inicio de la implementación del acuerdo de paz con el grupo guerrillero, hace 11 meses, se han asesinado en Colombia a 55 líderes sociales y comunitarios. El reto real para conseguir una paz duradera y estable está en la capacidad que tenga el Estado para cuidar, prevenir y evitar que cualquier idea, modelo de desarrollo o explotación económica sea defendida mediante el uso de la violencia.
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