Hacerse ciudadano comporta algo de desobediencia, de rebeldía. No pertenecemos a una sociedad ni actuamos en ella de manera prefabricada; no hay un tono prescripto que pretenda mostrarnos la moraleja final. La ciudadanía se va adquiriendo por párrafos, por páginas, algo así como cuando le hicimos caso a Cortázar que nos propuso que leyéramos Rayuela siguiendo la secuencia que nos pareciera; o cuando le aceptamos el consejo a Dennis Diderot, en su texto Jacques el Fatalista, que nos preguntó por dónde queremos seguir avanzando. Hacerse ciudadano es ir leyendo cómo nos vamos construyendo poco a poco. Y cada uno lo hace a su manera. Hay tantas formas de hacerse ciudadano, como formas de leer la vida, que es lo que nos permite ser distintos, diferentes.
Las marchas recientes mostraron una polifonía de desobediencia y rebeldía. Millares de ciudadanos salieron a las calles reconociendo a viva voz que estas sociedades nuestras no están exentas de injusticias, exclusiones y desigualdades. Los ciudadanos salieron, con tambores, trompetas, y saxofones a decir “¡ya no más! No seguiremos con esta forma de vida en la que quienes gobiernan continúan con su pretensión de hacernos creer que el sufrimiento es necesario para consolidar una democracia.” Estos ciudadanos, que están leyendo la vida de otra manera, mostraron estar cansados de saber que se acuestan con unos derechos y a la mañana siguiente ya los han perdido. Reconocen que este país ha sido conducido bajo los principios de la desigualdad y el abuso del poder. Millares de ciudadanos demostraron (y no es la primera vez) que ningún país que se defina como democrático es invulnerable a los abusos de poder. Muchos de estos gobernantes hacen sus campañas y luego gobiernan bajo la excusa de que es necesario “proteger” a los ciudadanos, y que son los “salvadores” que reformarán leyes, mismas que poco después les sirven para comenzar a suspender derechos, imponer censuras, promulgar medidas de represión… y así, paso a paso, ir eliminando reglas constitucionales para poder instalar sus regímenes dictatoriales.
Con estas marchas, los gobernantes ya no pueden desconocer que los ciudadanos no van a seguir aceptando transgresiones gubernamentales ni abusos de poder. Les tocará leer con sumo cuidado los testimonios de los horrores de sus gobiernos. Los ciudadanos se expresaron en las calles y dijeron que los programas de gobierno, tantas veces prometidos, no han hecho otra cosa que infligir sufrimiento deliberado a los gobernados, y no tienen argumento que los sostenga. Bien valdría la pena hacerles la pregunta a esta clase de gobernantes, esa misma que Alejandra Pizarnik contaba respecto de la vida de la cruel condesa húngara Erzébeth Báthory, quien se entretenía torturando mujeres en su castillo: ¿qué pensaba cuando volvía a su cuarto para cambiarse su vestido empapado de sangre? ¿En qué piensan estos gobernantes cuando promulgan leyes que atentan contra la dignidad y la decencia? ¿Será que su infamia es áfona y por ello no pueden narrar la historia?
Los ciudadanos que salieron a las calles narraron algunas de esas historias. Pero… ¡cuidado!: las piedras son innecesarias, y los gritos, en coro, no son suficientes. Son imprescindibles los testimonios personales de quienes han salido del infierno platónico y han regresado para contar las dolorosas experiencias sufridas; esas mismas que hay que reconocer con la esperanza de que no se repitan las injusticias que las causaron.
Por eso la desobediencia y la rebeldía que se han vivido en las calles forman parte de las páginas de esta naciente sociedad civil que busca defender una vida digna y decente. Y esta sociedad civil quiere conversar, y conversar no es otra cosa que girar alrededor de los intereses de todos. Conversar es el camino. No hay otra forma más humana que la palabra.
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