Un idioma, una lengua, es el cauce de una civilización y transmite por su misma naturaleza una sabiduría y una forma de vida; implica una cosmovisión, un patrimonio y señala una identidad. Por esto, la ONU estableció que este 2019 es el Año internacional de las lenguas indígenas, hecho que debería motivar una defensa razonable de las mismas.
La protección de las lenguas indígenas conlleva la infinita posibilidad de entender y comprender el mundo que habitamos, sobre todo porque son más que una riqueza cultural, también forman parte del patrimonio natural, parte constitutiva de nuestra biología, del ecosistema mismo. Precisamente por esto, mantener sus puertas abiertas desde la imaginación, la reflexión, la expresión, la sensibilidad, el amor, la solidaridad, la honestidad y el debido reconocimiento es asumir una defensa razonable fundamental.
Es una tarea urgente diseñar estrategias conceptuales que permitan comprender la diversidad de las dinámicas culturas del mundo de hoy. Es vital entender que la identidad cultural de una nación no depende de la reproducción pasiva de circunstancias culturales foráneas. De hecho, la identidad cultural pertenece a un enorme entramado de contradicciones.
Esto fue lo que motivó la realización del Primer congreso latinoamericano de documentación y revitalización de las lenguas indígenas, que se hizo hace pocos días en la Universidad de Manizales. Se creó un espacio propicio para reconocerlas, aprenderlas, utilizarlas y, en consecuencia, conservarlas mostrando la misma preocupación que tenemos por proteger las especies en peligro de extinción. A riesgo de estar desactualizado, y solo como punto de referencia, digo que es importante no olvidar que en el mundo hay unas 2 mil 680 lenguas indígenas que tienden a desaparecer, hecho que no deja de ser preocupante, sobre todo si consideramos que habitamos y somos lenguaje. En Colombia, los casi 400 mil indígenas que conforman los 65 pueblos y que viven en 30 de los 32 departamentos, hablan 69 lenguas (la mayoría aprendió castellano). Por obvias razones, hay que mencionar que, además, existen dos lenguas criollas (Palenquero de San Basilio y Creole de San Andrés y Providencia), más la Romaní del pueblo Room, y la lengua de señas; esto sin dejar de mencionar las variaciones lingüísticas regionales: pastuso, rolo, paisa, costeño, llanero… Toda esta diversidad lingüística lo que señala es la infinita posibilidad que tenemos los colombianos de cultivar nuestra humanidad desde la diversidad. Y ésta propicia creaciones, relaciones, transformaciones.
Claro está que al Gobierno y al Estado les corresponde asumir muy en serio su responsabilidad de garantizar la vigencia y sobrevivencia de las lenguas indígenas, considerando el respeto por la autonomía y tradición propias que las cobijan. Para eso se le dio luz verde a la Ley 1381 del 2010 que establece normas diseñadas para la representación, el reconocimiento y difusión de las lenguas nativas, lo que permite promover y consolidar la educación multilingüe, con la idea de preservar la diversidad cultural.
Por todo lo anterior, me parece que las lenguas maternas son el bastón de la paz, no de la guerra. Su defensa nos compete a todos, no solo a los indígenas.
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