“Uno no pierde lo que nunca tuvo”.
Recuerdo esa máxima que ha permanecido en mi memoria con relativa facilidad desde que se la escuché a Victoria Eugenia Salazar hace ya unos años en un consejo de redacción. Ella murió el pasado día 10, pero nos dejó demasiadas lecciones y enseñanzas que la mantienen viva entre quienes tuvimos el goce de conocerla.
Vicky, como muchos la llamamos con tanto cariño, fue una mujer que nos marcó por una manera directa de llamar las cosas; de verlas con un tino tal que nos ponía en aprietos contra las excusas y sabía orientarnos frente a las dificultades que se asomaban en el camino. Hoy recuerdo sus llamadas a la extensión 211 -antes mi oficina- para conversar de todo un poco. Entonces, la muerte de Vicky es otro llamado que tenemos para apreciar la vida, desvincularla de tantos enredos que nos impiden avanzar libremente, pues fue eso lo que ella nos enseñó siempre con su sonrisa franca y su criterio único.
El fallecimiento de una amiga es algo traumático o, al menos, para mí, lo ha sido. Lo verificamos justamente el día de las exequias de Vicky, todos reunidos por ella para celebrar su vida y su legado. Legítimamente, es durante aquellos momentos cuando aprendemos que en esta vida vamos sin equipaje, que llevamos lo que tenemos puesto. Sin embargo, pretendemos arrastrar pesadas cargas pensando ilusamente que estas nos harán fuertes, como si vivir fuera un acto rutinario de gimnasio. Menuda mentira vendida por un pensamiento hiperproductivo que falla en darnos la licencia de disfrutar, amar sin reservas y ser libres. Hay cantidades de pretextos infundidos para no hacer lo que queremos y cada uno puede seleccionar el propio.
Además, muchos tenemos plena experiencia en desligar una vida liviana de una existencia productiva, soportado esto en torpes pensamientos que sostienen que cuanto más ocupados estemos es mejor. Pero no hay tal. Nos sucede como dice “Me olvidé de vivir”, la canción de Julio Iglesias: “De tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento”.
No podemos seguir aplazando el disfrutar el hoy como si tuviéramos el mañana garantizado, puesto que no hay nada más pretencioso y soberbio que contar con lo que no tenemos. De allí que vivamos “perdiendo” el tiempo buscando ser quienes no somos en esencia; perdiendo lo que nunca tuvimos, como ella lo dijo esa vez.
Vicky, con su ejemplo y su cariño, nos atendió cada vez que la vida y su hastío nos sofocaban. Nos aconsejó seguir el corazón; parar, tomar aire y continuar. Si era necesario, llorar y desahogarnos. Nos acompañó y nos apadrinó en la labor de querer ser libres y sensatos. Nos hizo sentir comprendidos y, por eso y más, Vicky nos marcó a tantos o, como se dice en el periodismo: dejó impronta.
Creo que la mejor manera de siempre mantenerla viva entre nosotros es aplicar todas sus enseñanzas, que sé que impactan a muchas más personas. Cada vez que las mantengamos en mente y las apliquemos, vamos ganando en esta vida, vamos alegres con una V de Victoria.
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Cuando escribo esta columna estamos en las últimas horas de esta campaña presidencial. Confieso que terminé enfermo de verla; que la sufrí, que acabé sumido en una apatía absoluta. Asquea el nivel de vulgaridad, de bajeza, de rudeza y falta de educación que tanto gobernó este tiempo electoral. No sé si la política moderna sugiere la destrucción del oponente a rajatabla, pero, gane quien gane, como colombianos, perdimos completamente la oportunidad de construir juntos un país. De pronto, sí, soy muy iluso... Aún creo en los valores.
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