José Saramago, escribió “Ensayo sobre la ceguera”. Una amiga me recordó este libro, no solo por la alusión a una epidemia global que resulta familiar, sino porque la alusión a los obstáculos y barreras mentales del ser humano. El mal generalizado en el libro es “La ceguera blanca”, una epidemia que se disemina rápida y fulminante, agudizada por el caos y por el miedo. Las personas dejan de ver de un momento a otro, pero su ceguera no es de oscuridad, sino de exceso de luz; tanta que no pueden ver nada: “pero quién nos dice que esta ceguera blanca no será precisamente, un mal del espíritu”, dice el narrador omnisciente.
La del covid-19, es la primera pandemia oficialmente nombrada desde 1918. Algunos se atreven a decir que no es la única que enfrentamos. Al parecer, ahora somos conscientes de otros virus sociales, culturales, políticos y económicos que devastan el mundo y a los seres humanos y al mundo; el calentamiento global, la pobreza, la inequidad, los malos gobiernos, la violencia, y otros males epidémicos que, paradójicamente se ven mejor en el confinamiento. Igual que la humanidad atormentada de Saramago, “nos quedamos ciegos, no estamos ciegos”. Nuestra ceguera es blanca y no oscura, porque todo ha estado siempre a la vista, iluminado, simplemente es que no lo vemos y aun cuando nos ha sido narrado, no sabemos cómo entenderlo ni cómo resolverlo para el futuro.
Boaventura de Sousa Santos, escribió recientemente un libro corto, La cruel pedagogía del virus, en el que reflexiona sobre algunos de los duros aprendizajes de esta experiencia, que es cruel porque cobra con la vida los errores cometidos; esta ausencia de razón y de consciencia sobre el mundo nos ha pasado una factura. En la situación y con la firme convicción de la necesidad de cambiar, la humanidad alienta por lo menos dos tendencias; una, que pide el retorno a lo básico, ancestral, lento, primario y natural para frenar el impulso de nuestra devastación y, otra, que invita a aprovechar el salto dado, especialmente tecnológico, para acelerar la mudanza de época que ya conocemos con el nombre de cuarta revolución industrial.
Algunas voces afirman, por ejemplo, “Ya que…” dimos el paso al uso de las tecnologías para el aprendizaje, transformemos la educación a fondo y demos más protagonismo a la tecnología emergente, quizás como consecuencia desaparezca la vieja escuela, la vieja universidad y surja una nueva institución. Este envión reduciría en por lo menos 10 años la brecha digital que venimos arrastrando. Otras voces, sin embargo, advierten: “Ya que…” nos dimos cuenta de la importancia del maestro y de las instituciones educativas por encima de otros actores para facilitar el aprendizaje, revaloricemos el aula, la presencialidad y, retornemos en cuanto se pueda a la mediación y a la socialización en los espacios convencionales. Los más jóvenes no están aprendiendo e incluso algunos se han devuelto en su aprendizaje unos cuantos años.
Este ejemplo sacado del ámbito de la educación tiene su correlato en el trabajo, los negocios, la economía, el gobierno; en cada dimensión de lo humano alterado por la pandemia, no sabemos qué hacer, hemos contraído la ceguera blanca, estamos en un mundo donde hay demasiadas opciones, hay excesiva luz, por eso no vemos nada. Frente a su libro el mismo Saramago parece darnos una pista, lo importante es ver si “aprendimos de esta experiencia y si vamos a cambiar”, pero ¿hacia dónde?
Resulta esperanzador el papel de una mujer protagonista en el ensayo del lusitano, pues es la única que no contrae la enfermedad. Si no se lo propuso, este detalle de la obra nos permite pensar en el papel de lo femenino en todas las personas y en la perspectiva del cuidado que se atribuye a su rol. La ética del cuidado parece sugerir un punto de cordura para discernir tanto, cuánto y hacia dónde es posible el cambio en cada caso durante y después de la pandemia. El cuidado es el punto que hace que tanta luz, tenga forma, tenga sentido. Si pensamos en los demás desde el cuidado, volveremos a ver.
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