Terminé un martes del año pasado en una de las 24 notarías que hay en el Huila, acompañando -todos terminamos en situaciones inesperadas por acompañar- a una de las tres partes involucradas en un proceso de sucesión.
El calor era insoportable. Por austeridad -me dijeron algunos funcionarios- los aparatos de aire acondicionado y los cinco ventiladores estaban apagados. Menos mal la reunión se hizo esa mañana en la oficina privada del notario, el único espacio fresco de la casa, con el dispositivo de aire encendido. Frente a su escritorio había un sofá de cuero color café claro y el ventanal desde donde él podía ver a la gente acalorada haciendo sus trámites. Era un espacio lleno de libros y unos pocos objetos como un Cristo -que me llamó la atención porque uno de los abogados me había dicho que el notario era ateo- y una figura de hierro, símbolo de la justicia. El notario tenía voz gruesa, era alto, acuerpado, de pelo y ojos negros. Siempre llevó un esfero colgado del bolsillo de su camisa blanca con rayas verdes.
Esa mañana asistieron las tres partes con sus respectivos abogados. La diligencia comenzó a las 8:00 a.m. y no habría tardado mucho si el notario no hubiera hablado tanto. Para empezar, leyó poemas. Luego hizo referencia a sus diplomas y logros académicos y contó que había escrito un libro. Repasó en voz alta, uno por uno, los títulos de los 20 capítulos. “Es que hablo temas gruesos”, dijo. Eran las 8:40 a.m. y el notario seguía hablando. Para él, la conclusión del libro era que el infiero no existía.
El monólogo solo se interrumpió tres veces cuando entraba su asistente, una mujer con vestido azul muy corto y zapatos rojos de tacón puntilla, que tocaba la puerta y después de decir: ¡qué pena doctor!, caminaba un largo trayecto hasta el escritorio del notario. Mientras él firmaba la torre de papeles y seguía hablando sobre los viajes que había hecho con su esposa, ella lo esperaba, como lo esperaban afuera los sudorosos ciudadanos. Contó de su recorrido por Grecia, por Jerusalén y por el estrecho de Bósforo, nombre que además cuestionó porque consideraba un pleonasmo. Opinó que Jerusalén estaba hecha para turistas, que todo allí era mentira y que las pirámides de Egipto no eran lisas sino escalonadas. “Cómo uno aprende viajando”, anotó. Cada vez que tuvo la oportunidad, en medio de sus cuentos, soltó varios “chistes” discriminatorios contra los costeños, a los que calificó de “corruptos” o “groseros”.
Cuando por fin entró en materia, sentenció: “Allá en Europa la gente sí es capaz de sentarse y negociar en primera instancia; esa es la negociación. Aquí nos gusta irnos hasta las instancias más altas judiciales y demorar los procesos diez años”. Luego de mostrar su propuesta de conciliación con porcentajes, pintada por él, de citar legislación y mientras lograba acercar a un acuerdo a las partes, le decía a una de las jóvenes participantes: “Me voy a declarar impedido porque esta niña está muy linda”. Ella se sonrojaba y bajaba la mirada.
Después, para “celebrar”, invitó a las partes y a sus acompañantes a la cafetería que queda en la esquina de la notaría a tomar sevillanas (bebida de leche y huevo, típica de Huila). Mientras hacía fila para pagar, todo por su cuenta, lo vi bailar A ritmo de Cha Cun Cha, la famosa canción de Rafael Orozco (“Si te preguntan el ritmo que tú bailas, tú le contestas latinoamericano”), que sonaba a todo volumen en un local al otro lado de la calle. En esas, por acompañar, resulté esa mañana: acompañada por uno de los 904 notarios que hay en Colombia, elegidos por méritos y en concurso público.
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