La educación es tan antigua como el hombre mismo. La necesidad de transmitir el conocimiento para hacer de éste una piedra angular que cimente las futuras generaciones ha sido parte de la esencia humana. Nada se escapa de esta quimera: ni el amor que fatiga, ni la guerra que destruye, ni la ciencia que edifica, ni el arte que permite volar con la imaginación. Todo cuanto existe y nos rodea, hace parte de un delicado constructo que se erige como esfinge a través de milenios de aprendizaje continuo y registros que trascienden el tiempo.
En esta carrera para enseñar con los mejores estándares, se han creado modelos propios de cada región que anhelan guardar las tradiciones que llevan el ADN identitario de los pueblos. Se podría inferir que la disciplina asiática, el arte europeo o la ciencia americana han sido sellos característicos que se grabaron en sus jóvenes como propios de sus culturas. Nuestro país ha realizado esta búsqueda con los azahares que da la política, pero parece no encontrar su rumbo. Las primeras escuelas criollas fueron creadas en el siglo XVI por la Iglesia Católica como la encargada del modelo pedagógico de la época. Solo hasta 1886 se le asignó este encargo al Ministerio de Educación con lo cual se dio inicio oficial a la instrucción pública adoptando el modelo europeo que ha pervivido desde entonces.
Esta cartera ha asumido por más de un siglo como timonel en la construcción de la formación colombiana. Sin embargo, urge percatarse que actualmente rige para nuestro sistema la ley 115 de 1994, que cuenta con más de diecisiete reformas de orden legal y un importante número de decretos y resoluciones que la desarrollan. Semejante compendio se aleja cada vez más del entorno de este nuevo siglo y difícilmente crea las competencias para un mercado laboral actual. Este anacronismo normativo dificulta el proceso de planificación que debe inspirar la entidad rectora, pues no adapta sus contenidos con las necesidades actuales. De hecho, el artículo 23 de esta norma es una respuesta al antiguo modelo adoptado en los albores de la era republicana que define las áreas obligatorias de conocimiento que deben ser impartidas y que resultan, cuando menos, insuficientes en un contexto que cada vez exige habilidades diferentes para sus estudiantes.
Es menester un análisis de nuestros programas curriculares de cara al mundo moderno. Se requiere implementar estrategias que permitan alcanzar objetivos y contenidos uniformes que se adapten a las realidades del nuevo siglo y en este propósito la definición de nuevas metas debe ser una prioridad. No podemos continuar preparando nuestros párvulos para el siglo XXI, el de mayor evolución en la historia de la humanidad, con programas del siglo XX. En efecto, ya no es suficiente con enseñar matemática, español o biología. Es necesario asegurar el cumplimiento de las nuevas habilidades para propiciar en los jóvenes las competencias básicas para asumir los retos venideros. Bilingüismo, empresarismo, capacidad de liderazgo, inteligencia emocional, programación e informática, desarrollo de apps, gestión de proyectos, razonamiento abstracto, deben dejar de ser aspiraciones para especializaciones profesionales posteriores y deberán inculcarse en las aulas tempranas de la primera infancia como parte de un pensum moderno. Con ello, estaremos asegurando a sus jóvenes un mejor porvenir en un contexto internacional que es cada vez más riguroso, en el cual deberán enfrentar retos que les exigen nuevas destrezas, mejor preparación y, ante todo, una férrea disciplina de trabajo y autosuperación para sobreponerse a las dificultades.
El Ministerio de Educación debe impulsar, con urgencia, una evaluación de la vigencia de sus modelos curriculares y determinar los requisitos de un programa general a nivel nacional que sea acorde con las necesidades contemporáneas. Por su parte, los modelos etnoeducativos podrían repensarse de modo tal que se les permita atender el enfoque diferencial, pero que ante todo asegure la calidad de la oferta formativa para los pequeños de las comunidades étnicas. De la definición de estas políticas, podríamos observar en el mediano plazo alumnos que después de estudiar en su colegio inglés por once años lo pueden hablar con fluidez sin acudir a cursos particulares, o que haciendo un mejor manejo de sus emociones aprenden a planificar su propia vida como el proyecto más importante de su existencia.
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