Estados Unidos es un país de inmigrantes. Desde el establecimiento del Pacto de Mayflower con llegada de los Padres Peregrinos en 1620, que es considerado como el primer antecedente constitucional del continente, hasta las sucesivas olas migratorias que ha recibido la nación americana después de la Segunda Guerra Mundial, su tierra se ha visto regada por el sudor de hombres y mujeres honestos que buscaron en otras latitudes lo que en sus patrias no hallaron. No se trata del trillado cliché del sueño americano. Es el reflejo de una nación que, históricamente, abrió sus puertas para millares de inmigrantes italianos, rusos, polacos, griegos, irlandeses, alemanes, japoneses, chinos o mexicanos que hicieron de esta tierra la suya.
Pero las dinámicas sociales son cíclicas. Ondulan sin cesar a través de la historia. El constante flujo humano elevó los ánimos de quienes consideraban que no se debería permitir el ingreso a más personas al coloso del norte y empezaron a sonar voces de supremacistas que consideraban inferiores a los extranjeros. Esta fue la tierra fértil que encontró Donald Trump para su primera campaña presidencial. Supo interpretar, representar y ahondar los sentimientos xenófobos de ciudadanos que ya habían olvidado sus orígenes foráneos, payasos que creyeron que un título nacional los hacía mejores ante el mundo, roñosos mezquinos que aprendieron el lenguaje del racismo antes que el del amor. Tal fue el panorama del 2016 que lo llevó a la Presidencia de la primera potencia mundial. Los constantes ataques contra los “violadores y asesinos de México” y la promesa de un muro que separara a los ricos del norte de los miserables del sur, se convirtieron en un canto de sirenas para una base electoral en descomposición moral.
Bajo la complejidad del sistema electoral norteamericano, los famosos “Estados bisagra” juegan un papel decisivo el día de los comicios. El presidente de los Estados Unidos no lo eligen directamente los ciudadanos sino un grupo de compromisarios que emiten los votos electorales conforme se determina el resultado en cada Estado. Este panorama favoreció a Trump en los comicios del 2016 y le permitió ganar la Presidencia de la Unión, aunque fuera segundo en la cantidad de sufragios totales. Dentro de estos Estados se encuentran Arizona, Carolina del Norte, Colorado, Florida, Ohio, Michigan, Pensilvania, Texas y Wisconsin, y se caracterizan porque, además de la cantidad de votos electorales que aportan, su resultado alterna entre demócratas y republicanos en cada elección. Sin duda, es allí donde se decide la contienda por la Casa Blanca.
Pero las elecciones del 2020 han sido mucho más reñidas. Un desgastado presidente en ejercicio, con una deteriorada relación con la prensa, se enfrentó al fortalecido expresidente Joe Biden, quien ha recibido un inusual apoyo en bloque de los medios, artistas y jóvenes. No se sufragó por ideas o partidos, no se acudió a las mesas meditando en un programa de gobierno, ¡no! Se votó a favor o contra Trump. Así de simple. Bajo este complejo panorama, el animal político se mimetizó y cambió de discurso. Ya no podría darse el lujo de atacar nuevamente el voto latino, de estigmatizarlo y proponer barreras en un mundo global. Era el tiempo de acercarse al electorado de centro. El candidato Trump no podía poner en juego los 29 votos de Florida o los 38 votos de Texas donde se agrupa la mayor parte de los 32 millones de hispanos votantes en los EE.UU. En este giro se escucharon expresiones del candidato republicano donde nos elogia como comunidad y resalta nuestro aporte en la construcción de “una gran nación”.
Trump alcanzó el triunfo en la Florida, pero no por su elocuencia o su carisma entre cubanos, guatemaltecos o colombianos. Su conquista en la península se debe al rechazo mayoritario al socialismo latinoamericano que ha deteriorado las condiciones de vida en países como Venezuela o Nicaragua, y al temor que las ideas demócratas resulten laxas y terminen alineándose con reyezuelos criollos que han hecho trizas sus países.
La suerte está echada. Independientemente de la persona que gobierne desde la oficina Oval, queda una cosa clara: Trump candidato no es el mismo Trump gobernante pues comprende que mientras el mundo gira a la izquierda, EE.UU. se alinea en una derecha que se resiste al cambio y apoya los principios conservadores que cimientan su país. Si gana Biden, tampoco debería olvidarlo.
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