La magia de la poesía transita con delicada musicalidad a través de la literatura universal. Permite trasladar la mente por emociones que yacen insondables en las profundidades del alma. Este género impregna de fantasías nuestras horas de descanso, acaricia el corazón con un suave manto de belleza y agudiza los sentidos para el amor, la pasión, la ira e incluso el odio. ¿Cómo no derrumbar las murallas que protegen sus emociones, dejándolas fluir con libertad cuando se lee a Neruda o a Víctor Hugo? ¿Cómo permanecer incólume ante la muerte al leer “A la memoria de Josefina” de Guillermo Valencia? ¿Cómo no contemplar la banalidad de la vida al leer el “Soliloquio de Segismundo” de Pedro Calderón de la Barca? ¿Cómo no meditar en la comicidad de las apariencias de “Reír llorando” del mexicano Juan de Dios Peza? La poesía es luz en medio de la noche lóbrega, es fresca brisa en el sofocante limbo de la monotonía, es agua de un manantial que descolla en vendimias espirituales. Tan cerca como se quiera se encuentra la prosa. Al encontrarse libre de la cadencia del verso, ha contagiado con su vuelo imaginativo la mayoría de los autores contemporáneos. Muchos nos deleitan en este género que estimula el conocimiento, alimenta la conciencia y libera el ingenio. Colombia ha sido tierra fértil para muchos que destacan por su lucidez y manejo del idioma. Con su deceso, algunos de ellos nos han dejado un legado que perdurará por generaciones: Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Jorge Isaacs, José Eustasio Rivera, Rafael Pombo y José María Vargas Vila hacen parte del grupo de escritores de estudio obligado.
Pero los sonetos en prosa son un regalo. Hacen parte de una aventura literaria que pocos se atreven a emprender. Mezclan lo mejor de cada género y conducen, por medio de párrafos llenos de lirismo, a un mundo de fantasía donde todo es posible, en el cual lo dulce se mezcla con lo amargo, lo bueno con lo malo, lo apacible con lo fiero y lo bello con lo sombrío. Por esta razón no me fue extraño el título de la obra que preparaba César Montoya Ocampo, mi padre, antes de partir: Sonetos en Prosa.
El pasado tres de mayo el calendario marcó el primer año de su fallecimiento. No nació para ser anónimo. Como lo expresó en su última columna, era dueño de un “Yo vanidoso”, que siempre lo caracterizó en público y en privado. No es este el momento para hablar del político o el jurista. Para mí fue mucho más. Un padre excepcional, un amigo íntimo, un cómplice fiel, un luchador infatigable y un ejemplo claro. Su periplo vital fue único. Vivió y murió como quiso. Aún le extrañamos y siempre lo haremos. En las honduras de la memoria gravitan su presencia vigorosa, su voz viril, su lucidez excepcional, su corazón amable, el calado de sus opiniones, su cultura cosechada con largos periodos de lectura e incansables jornadas de introspección para este espacio semanal, que después se convirtieron en varias publicaciones. Su biblioteca fue su mayor tesoro. En ella pasaba más de ocho horas diarias y cuyas obras, en miles de páginas, tenían anotaciones al margen que daban cuenta de su paso minucioso por estas joyas literarias. A diario quisiera hablarle, llamarlo o escuchar sus consejos. No es posible. Ese tiempo ya pasó. Entonces vuelo atrás, veo sus libros, repaso sus artículos y escucho su voz en mi interior que los lee. Entonces sé que “sobre el olvido mi recuerdo impera”, y lo vuelvo a la vida “con esa franca sonrisa matinal de primavera”.
A un año de su viaje a la eternidad y junto a José Miguel Alzate, amigo cuya lealtad ha trascendido las barreras de la muerte, lo regresaremos en una obra póstuma llamada “Sonetos en Prosa” que concluye su trabajo intelectual. Gracias infinitas a sus lectores para quienes esta obra se publica.
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