Las lágrimas de dolor no conocen raza, sexo, credo o nacionalidad. Cuando el sufrimiento agobia el alma y presiona nuestra existencia, cuando la confusión toca nuestras puertas y amenaza la tranquilidad, cuando la desesperanza se apodera de nosotros y la angustia se levanta con la fuerza de un ciclón; nos percatamos que las fuentes de nuestros ojos se abren igual para ricos y pobres, afortunados y desvalidos, para propios y extraños, y que debajo de este deslucido manto de piel, la fragilidad de la carne mustia y débil, nos hace a todos semejantes.
Pero esta condición de igualdad no siempre brota de forma natural cuando el dolor nos hace egoístas. Quien lo padece no piensa en el otro, no se sumerge en su calvario ni se inmuta ante el infortunio ajeno, no traslada sus fibras sensoriales a situaciones extrañas ni mucho menos procura por comprender la angustia del prójimo. El dolor se une a la depresión en un círculo que se alimenta mutuamente de forma permanente. Quien se abate también sufre y esa zozobra acrecienta su suplicio de forma constante un ciclo que nunca termina, en una tiniebla que no cesa.
El dolor, físico o espiritual, no se ve, no se palpa, no se puede moldear, manipular u oler. Es un cazador invisible, silencioso, certero que vislumbra a su presa y de un solo golpe la inmoviliza, la quebranta y la lleva a la desesperación. Quienes hemos sufrido una pérdida irreparable, un padecimiento incurable o una angustia insuperable, comprendemos que el ahogo que presiona nuestras noches o las lágrimas que mojan el lecho, emergen de un manantial de veneno que nos asfixia, de una fuente que se lleva por dentro, de una afección que no se ve, ni se mide objetivamente, ni se entiende por completo.
El dolor es enfermedad. Con frecuencia nos inclinamos a considerar que las manifestaciones dolorosas son el reflejo de una anomalía adyacente, pero en ocasiones, el dolor es la enfermedad misma. Poco importa si el sufrimiento es causado por una patología terminal, una condición transitoria o un trastorno depresivo. Quien padece el dolor concentra toda su atención, todas sus energías y su conciencia plena en la forma como puede librarse de este aguijón que no para de herir. Algunos pacientes con cáncer terminal o causalgia hacen caso omiso a su diagnóstico y se enfocan con tesón para librarse del dolor. Nada más importa, nada tiene mayor sentido, nada es más anhelado.
Pero también existe un dolor colectivo que rara vez se percibe. Desde los albores de la civilización hasta nuestros días el ser humano ha permanecido, la mayor parte de su tiempo, indiferente a la tribulación ajena. Las confrontaciones y guerras y la preponderancia del bienestar individual han conducido a la civilización moderna a generar una especie de maldad colectiva, odio común e indolencia social que nos obliga a cuestionar los valores sobre los cuales cimentamos nuestro futuro. Ni las 209 víctimas de feminicidio en Colombia en lo corrido del año, ni los 200 decesos diarios por covid en nuestro país, o los 1,5 millones de personas que han pedido la vida a causa de la pandemia, ni las catástrofes climáticas o las crisis sociales logran, verdaderamente, movilizarnos como colectivo. Todos los actos de auxilio a los eventos fortuitos que suscitan cada día presentan una rápida curva de apoyo que decae estrepitosamente transcurridas algunas horas, como si el dolor de los damnificados desapareciera cuando perdemos el interés.
En este dantesco círculo estamos involucrados todos, dado que, desde nuestras competencias cada uno puede hacer más: entregar un minuto de su tiempo para consolar al enfermo, apoyar con un poco de su ingreso para alimentar al menesteroso, donar sus capacidades para fortalecer al necesitado. Con estas acciones el dolor para quien lo padece no desaparecerá, pero su alma se reconfortará al encontrar que otras personas logran sensibilizase con su sufrimiento.
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