Nos hemos formado una mala imagen de los ambientalistas. Pensamos en ellos como personas fanáticas, que desean acabar con todas las actividades industriales que la modernidad ha traído y que esperan con ansias regresar a las cavernas para cuidar el verde intenso de este mundo maravilloso.
Nada más alejado de la realidad. El ambientalismo debe ser una práctica de vida y no una doctrina política. Este no tiene género, raza o credo que pueda ser objeto de elucubraciones. No debe hacer parte de las dinámicas de las contiendas electorales que un día son y al otro dejan de ser. No es objeto de ponderaciones dogmáticas que emplean argumentos falaces para sustentar falsedades que los datos objetivos esconden. Por el contrario, es una actitud de respeto con la vida, con la naturaleza y con las generaciones futuras, es una forma de coexistir sin afectar la posibilidad de vida de los demás, es, en suma, un estado elevado de conciencia en el cual percibimos que existe algo más grande que ese “yo” mayestático que hace pensar a algunos que son el centro del universo.
Muchos son los problemas ambientales que hoy afectan a las próximas generaciones. El calentamiento global, la deforestación, la sobrexplotación de recursos, la disposición de basuras, el imparable aumento en el uso del plástico, la insaciable dependencia de los combustibles fósiles, la asfixiante contaminación del aire, la contaminación de los océanos, la amenaza a la soberanía alimentaria de las comunidades, la escasez de agua dulce, los fenómenos meteorológicos extremos, la extinción de las especies y la pérdida de biodiversidad, son solo algunos de los escollos que nuestros hijos deberán enfrentar para encontrar el delicado equilibrio entre subsistencia y protección al entorno.
La severidad de estos dilemas radica en que su control y manejo toca delicadas fibras económicas en un contexto de crisis. En efecto, el control a la deforestación que afecta directamente la producción de agua, oxígeno y disponibilidad de hábitat de flora y fauna preciosa que se encuentra en peligro de extinción, afecta la industria maderera, ganadera y agrícola. El calentamiento global que se produce principalmente por el incremento de emisiones contaminantes que captan el calor del sol, pero evitan que éste salga de la atmósfera, afecta el desarrollo de las naciones industrializadas, la utilización de los vehículos de combustión interna y el crecimiento económico en general.
La contaminación del aire implica el control de las emisiones de gases de compañías manufactureras en las grandes urbes, cuyo manejo puede lesionar las estrategias de generación de empleo. El uso desmedido de plástico produce la sensación que todo cuánto tenemos y usamos contiene una capa en este material que lo recubre, afecta el consumo de polímeros que es un derivado del petróleo, por lo cual su control implicaría un descenso en el consumo de este recurso. Todo indica que el modelo económico de crecimiento sin fin, en el que la humanidad se ha involucrado tiene como común denominador el consumo desmedido de todos los recursos naturales a nuestra disposición y la generación de un ciclo económico que no respeta los ciclos de regeneración del ambiente.
Como especie, el ser humano ha resuelto sus problemas ambientales bajo el mismo protocolo empleado con las basuras: Los arroja lejos para jamás recordarlos. Este es el tiempo de extender un mensaje de urgencia para frenar la degradación generalizada de las condiciones ambientales que sustentan la vida en la tierra sin afectar los procesos económicos de los países. Para hacerlo no hace falta esperar que se adopten grandes decisiones de nivel mundial, o que se suscriban protocolos internacionales para generar líneas de trabajo que, usualmente no terminan en nada.
Es el tiempo de crear conciencia en cada individuo para comprender que el cambio no se encuentra en otros, pero si en las actuaciones individuales que impliquen cuidar la naturaleza y que pueden hacer de nuestro legado una hermosa herencia para las próximas generaciones.
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