La palabra cuarentena proviene del latín “quadraginta” que representa diez veces cuatro. Éste a su vez, se deriva del término protoindoeuropeo “*ktr-Komt-hz” que significa cuadro décadas. De allí se devienen las expresiones “cuarenta” y “quadragesimus”.
Desde la antigüedad, dicho concepto fue empleado para aislar, por razones sanitarias, a las personas que se consideraban impuras. Los primeros datos de tal costumbre se remontan al libro de Levítico 12:1-8, en el cual la ley de Moisés exige que las mujeres que hayan dado a luz a un varón guarden 7 días de purificación hasta la circuncisión y después de ello 33 días adicionales para purificarse del flujo de sangre. Durante la edad media, son conocidas las medidas adoptadas en Europa para evitar la propagación de la “peste negra”. Hace un siglo se retomaron estas prácticas para combatir la “gripe española” que, al igual que el actual SARS-CoV-2, amenazó la estabilidad social en los albores de la pasada centuria.
La decisión adoptada por los gobiernos actuales no es nueva. Es la misma fórmula empleada desde hace 3.500 años para proteger las comunidades que se perciben amenazadas por una enfermedad inexplicable. Con todo, aunque su uso está lejos de desaparecer, sus logros sí son cuestionables.
Algunas naciones, como la nuestra, han hecho de la cuarentena su mantra. Aunque en un inicio nuestro presidente demostró mesura y sindéresis en el manejo de la crisis, la extensión del confinamiento hasta el 1 de agosto (y tal vez lo continúe extendiendo como lo ha hecho durante los últimos meses) desborda lo racional y denota su pánico frente a la actual crisis. Parece más concentrado en salvar su responsabilidad histórica que en recuperar el país de la debacle en la cual se está sumiendo.
Los réditos que dejan las normas de clausura desaniman al más optimista. Al momento de decretar el encierro inicial, nuestro país reportaba 481 casos activos y 4 fallecimientos. A la fecha, después de 8 extensiones de la cuarentena y de tener uno de los periodos de receso más largos en el mundo que el coronavirus haya exigido, los resultados son funestos. Durante 104 días de parálisis el virus ha multiplicado 258 veces el número de casos activos y los fallecimientos se han incrementado 1.089 veces. Esto es aberrante. Claramente algo ha fallado, algo se está haciendo mal o algo no se ha hecho. Es inadmisible que después de someter la economía nacional a este extenuante periodo de quietud y de contar con la chequera abierta para disponer de los recursos de la nación y de su endeudamiento a diestra y siniestra, los beneficios sean tan deprimentes. Claramente el presidente Iván Duque no se formó en medicina, ni es virólogo ni experto en contención de agentes infecciosos. No obstante, sí es necesario demandar de los rectores de la política de salud pública, ejecuciones más concretas en la lucha contra el nuevo coronavirus. ¿Por qué estas medidas de aislamiento fueron exitosas en Francia, España o Italia y son un fiasco en Colombia?
Con su actitud, el presidente les sirve a dos amos al mismo tiempo. A los epidemiólogos que aconsejan guardarse en cuatro paredes hasta que cese la amenaza y a los economistas que claman a gritos por una apertura que sirva de salvavidas a las pequeñas empresas. ¡Un riguroso distanciamiento social debe ser la consigna! De lo contrario los pequeños comerciantes, los tenderos, las modistas, los profesionales, los abogados, los odontólogos seguirán padeciendo los efectos de un encierro irracional que ya ha demostrado su rotundo fracaso en Colombia.
Muchos estarán en desacuerdo con la presente columna. Lo sé. Algunos elogiarán que gracias a los cien días de letargo y ascetismo las cifras no son peores. Esto puede ser cierto. Sin embargo, con la actual tasa de crecimiento el sacrificio realizado será un esfuerzo inútil, pues más temprano que tarde, veremos los indicadores en rojo, como si no se hubiera hecho absolutamente nada para contener el covid.
Presidente, evalúe sus resultados y considere cuanto antes si es hora de un cambio de asesores.
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