Es vil la contratación pública. Está llena de reglas y excepciones que permiten que bizarros mercachifles hurguen en los presupuestos públicos para favorecer amigos granujas que son incapaces de competir en franca lid por la adjudicación de un contrato. Saben que lo suyo no es la legalidad, ni la honestidad, o seguir las reglas impuestas por normas superiores. Mucho menos acatar los fallos de las altas corporaciones sobre la materia. La lectura que hacen de estos documentos tiene otro propósito más innoble. Recorren sus páginas en busca de vacíos, de espacios en blanco o de alguna redacción confusa que les permita alzarse con un jugoso proyecto. Poco importa si en el camino es necesario torcer conciencias o dar dádivas para ajustar los términos contractuales. Todo es viable. Lo importante es el botín.
La transparencia, economía, buena fe, publicidad, igualdad, concurrencia, planeación, previsibilidad y, desde luego, selección objetiva, no deben ser simples cantos a la bandera que aparezcan registrados como alegorías románticas. ¡No! Son verdaderos principios que deben cumplirse cada vez que en Colombia se adjudica un proyecto con recursos públicos y inspiran la actuación de los funcionarios y contratistas que entienden que trabajar para el Estado no solo es una oportunidad sino un honor.
Pero nuestra realidad es otra. El sistema está construido de forma mezquina que propicia el saqueo constante mediante concursos amañados para favorecer intereses particulares. Si bien, con frecuencia todos estos postulados resultan lesionados, la selección objetiva es la diana donde se debe apuntar. El “Iter Criminis” empieza con un candidato afanoso de recursos para financiar sus peripecias electorales. Una vez elegido, sus auspiciadores acuerdan citas secretas para cobrar sus favores. Estudian los programas de inversión pública, analizan las iniciativas que se presentarán y se incluirán en el Plan Anual de Adquisiciones. Una vez identificados los objetivos en los cuales consumarán sus delitos, preparan los estudios previos, solicitan de terceras partes cotizaciones imprecisas con precios exagerados que les permiten incrementar el presupuesto oficial. Llegado el momento para la elaboración de los pliegos de condiciones, se presenta la oportunidad de oro para direccionar el proceso y a cambio de algunos billetes compran la conciencia del funcionario encargado. Sin escrúpulos expresan, como lo hiciera el exsenador Eduardo
Pulgar “esto es un negocio”. Se crean requisitos inadmisibles que ninguna empresa puede cumplir, exigen indicadores imposibles para la mayoría de las compañías que honestamente pretenden competir, requieren personal sobrecalificado que solo existe para quien se pretende alzar con el proyecto o experiencia tan específica que parece citar objetos de contratos ya ejecutados por el proponente que será beneficiado mediante la manipulación irregular de los pliegos. Después todo es color de rosas. Solo se tratará de un procedimiento falaz que asegurará el resultado esperado. Llegado el momento de la adjudicación celebran con vino la consumación de su empresa criminal. En apariencia han dado cumplimiento a las normas, pero en realidad las han infringido todas.
La reciente aprobación de la ley de pliegos tipo ataca estas prácticas perversas en la contratación estatal y garantiza la selección objetiva de oferentes. En adelante será Colombia Compra Eficiente la entidad encargada de la elaboración de los pliegos de condiciones en atención al contexto de cada región del país. Ya no habrá más exigencias fantásticas, ni requisitos absurdos, ni direccionamiento irregular en los términos contractuales. La eficacia de la aplicación de esta norma depende en gran medida de la ponderación que a nivel central se haga de las realidades de nuestro país en un momento que la pandemia ha golpeado la mayor parte del tejido empresarial colombiano.
Para quienes hemos padecido estos atropellos, solo podemos exclamar: ¡Bienvenidos los pliegos tipo!
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