Leticia es una ciudad cosmopolita. La conozco bien. Por sus calles se entremezcla con abrumadora cotidianidad una multiplicidad de personas que la hace única. Colonos, indígenas, comerciantes, trabajadores fronterizos o extranjeros que se asombran con la belleza de nuestra selva, hacen parte de un paisaje que se viste de multiculturalismo y que ya superó rancias segregaciones.
Sus calzadas anchas, acostumbradas a un vívido ajetreo, ahora guardan un silencio de luto que le imponen los cuerpos insepultos que esperan su turno para despedirse en medio del anonimato que les obliga el extraño virus que les alejó de los vivos. Todos, soportando un encierro que les exige un aislamiento absoluto, ven pasar los días con el temor como su compañero constante. Salir al mercado es una actividad de riesgo, visitar la brasilera localidad de Tabatinga, de la cual dependen muchos comercios, es un imposible y cruzar al Perú hasta el puerto de Santa Rosa por las caudalosas aguas del rio Amazonas, conlleva la infracción a las normas de dos países seriamente golpeados por la plaga. Ni los niños que alegremente jugaban al aire libre, ni los indígenas fuertes que abrieron la espesura de la selva son sus manos, ni las mujeres laboriosas que acompañaron las jornadas en medio de un intenso sol tropical, pueden sentirse a salvo. Solo las aves, que por cientos regresan cada tarde a su parque principal, recorren la urbe libremente para ser testigos de la pena y el temor que embarga la capital del departamento.
Hoy este bello municipio enfrenta uno de los desafíos mas grandes de su historia. Ha aportado la mayor cantidad de víctimas y contagios de covid-19 en relación con el número de sus habitantes. Sus puestos de salud carecen de casi todo, no hay medicinas, insumos, equipos y mucho menos camas UCI para atender pacientes críticos, los suministros alimenticios amenazan con resultar insuficientes ante la imposibilidad de adquirirlos en la frontera con Brasil, los pocos que se consiguen han elevado su precio a niveles privativos para la mayoría de sus pobladores, y, salvo el transporte aéreo, no existe un mecanismo de suministro directo que permita suplir sus muchas falencias.
Sus ciudadanos reclaman políticas audaces, que permitan vislumbrar un poco de esperanza después de esta noche oscura y que les garantice un mínimo de seguridad y bienestar en medio del trance que actualmente enfrentamos. Urge frenar la propagación contagio a zonas apartadas donde no existen medidas sanitarias idóneas para hacerle frente a esta enfermedad y la población, en su mayoría indígena, puede contaminarse con mayor facilidad en razón a las dificultades para adoptar en estas comunidades medidas de aislamiento obligatorio. Nuestro país no puede repetir la trágica historia del pueblo Nukak Makú que vio desparecer en la década de los ochenta el 40% de su población por epidemias de “gripe” no atendidas. En este cometido, los Ministerios del Interior y de Salud deben tomar la iniciativa y verificar, antes que sea tarde, el estado de salud de más de 26 etnias de esta región.
No cabe duda que como sociedad, superaremos este momento sombrío de nuestra historia. No todos morirán. Pero no todos vivirán. La falta de preparación de los antiguos territorios nacionales frente a la pandemia costará el sacrificio de muchos indígenas o afrocolombianos que, como Antonio Bolívar, el nativo actor de “El Abrazo de la Serpiente”, confiaron en el cuidado de un sistema de salud que hace mucho esta en crisis.
Sin más, podemos afirmar que hoy, con el 7,21% del total nacional y el mayor número de contagios por habitantes, en Leticia nuestra selva llora.
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