De la simple observación, el ser humano ha logrado realizar análisis profundos que han trascendido los siglos. Aristóteles, Platón, Sócrates o Pitágoras han legado sus ideas para la eternidad. Mientras subsistamos como especie, sus nombres no conocerán fin. En este pódium, menos conocido, pero con un aporte semejante, se ubica Heráclito, quien a través de su trabajo filosófico destacó con la teoría de los contrarios, según la cual el mundo es el resultado de la confrontación entre los opuestos. Bajo este planteamiento, la contienda entre los extremos define un mundo gobernado por el logos. Nada puede existir sin el reconocimiento de su rival. El nacimiento se enfrenta a la muerte, la salud a la enfermedad, el día a la noche, el este al oeste, el norte al sur, el bien al mal.
Dentro de esta línea subyuga la noción de la fe. ¿Cuál será su contrario? Podrá ser la desesperanza, el abandono, la angustia, la incredulidad, la duda y la inseguridad. Tal vez un poco de cada uno contribuye al debilitamiento de nuestras ilusiones. Pero hay una fuerza superior que realmente se le opone.
La fe es creer. Charles Stanley es un reconocido predicador norteamericano. Ha dedicado su vida a la difusión de la doctrina cristiana y sus mensajes son recibidos en todo el mundo gracias a su amplia divulgación en redes. De elaborado discurso con profundidad de maestro, ha permitido que su verbo sea empleado como instrumento del Creador para llamar a la reflexión de los creyentes que, presionados por la angustia de las circunstancias, anhelan una voz de consuelo que encienda la llama de la esperanza en su corazón. Pero la necesidad no conoce dogmas. Las cogitaciones nocturnas invaden la mente de piadosos y penitentes por igual. Las afugias tocan la puerta de pecadores y santos sin distinción y la búsqueda de respuestas para las quimeras del espíritu, se convierte en un anhelo de alquimista. Las penurias no distinguen credos y nos golpean con la fuerza devastadora de un ciclón. Quienes han debido batirse entre el lodo del desconsuelo, o han afrontado el abismo de la zozobra, reconocen el vigor de la fe para mantener el norte. Como valor moral, esta representa mucho más que una creencia religiosa. Es determinación, certeza, energía, pasión, es continuar adelante cuando la razón motiva a detenerse, es levantarse cada mañana con los brazos dispuestos para la batalla, con la convicción de que la victoria será nuestra.
Como la fatiga, la fe tampoco reconoce credo. Quienes profesamos el cristianismo, confiamos en la voluntad del Dios altísimo en nuestra vida, en la perfección de sus designios y en la seguridad del bienestar postrero. Aquellos que beben de otras fuentes espirituales, encuentran en el manantial de su fe en un hálito superior que los impulsa para continuar la brega, y aún los incrédulos y ateos se fían de una musa superior para explicar aquello que las leyes de la naturaleza no pueden.
Ninguna palabra podrá definir con mejor precisión lo contrario a la fe que el temor. Este detiene las cavilaciones del yo interior, apaga el fuego creador que brilla con fulgor, es opacidad en la creación, modorra en las ilusiones, lentitud en el andar, vacilación en la palabra, tambaleo al moverse, inseguridad en los pensamientos. Con frecuencia este espanto detiene el ciclo vital pues cuando aparece sorpresivamente, el futuro se difumina en un boceto que carece de forma y en el que cuesta pincelar optimismos nuevos. El temor derriba los faros que la fe construye y levanta muros infranqueables en terrenos que ya habían sido explanados.
Enfrentar el pánico hace parte de nuestro diario vivir. Sobreponerse es un reto diario que requiere todo de nuestra parte. En esta tensión, como lo aseveró Heráclito, existe una confrontación entre la fe y el temor que nos determinará. Será nuestra decisión definir el resultado que habrá de regir nuestros días.
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