¿Qué tienen en común la Venezuela de Chávez o la Bolivia de Evo; pasando por el mandato del mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO), o el turco de Recep Tayyip Erdogan hasta llegar al italiano Silvio Berlusconi, el brasileño Jair Bolsonaro, el Húngaro Viktor Orbán y el norteamericano Donald Trump? Sin importar si son de izquierda o derecha, liberales o conservadores, todos son – o han sido – gobiernos populistas.
El populismo siempre será una amenaza para las democracias. Ninguna, joven o madura; progresista u ortodoxa; americana, europea, africana o asiática; se encuentra a salvo de un potencial dirigente que utilice la demagogia sobre las masas para acrecentar su caudal político. Ralf Dahrendorf, demuestra que al ejercicio demagogo del gobierno se llega por diversos métodos. Quien opta por este camino es poseedor de un “yo” megalómano, controlador y obsesivo que sabe proyectar sobre sus bases confianza, determinación y seguridad y que dosifica a cuentagotas sus virtudes según lo demanda cada situación.
Los populistas son mitómanos. Lanzan propuestas sin fundamento técnico, científico o práctico. Son rápidos para distribuir sus promesas a dos manos, pero tardíos en el cumplimiento de los sueños que sembraron. En campaña abrazan, besan, bailan y, ante todo, convocan multitudinarias manifestaciones para encender un fervor popular que se basa en arengas irresponsables. Llenan las plazas públicas de seguidores obsecuentes que creen en sus invenciones y pregonan a viva voz que alcanzar un mundo idílico es posible y fácil.
En América el populismo ha hecho carrera y se afinca como una propuesta sin sustancia para los candidatos camaleónicos que buscan las sillas presidenciales.
Hugo Chávez fue el prototipo del populista perfecto. Poseedor de un verbo incontenible, ejerció un poder absoluto durante 14 años bajo arengas en la plaza pública que marcaron una nueva forma de gobierno. Sus decisiones no se tomaban como producto de un estudio reflexivo de sus consecuencias, ni como resultado de un consenso democrático con todos los factores reales de poder. No. Órdenes como “exprópiese” y amenazas de nacionalización fueron adoptadas comúnmente en la plaza pública o en su programa semanal de “Aló Presidente”, que contaba siempre con un grupo de áulicos pagados cuyo único papel era aplaudir cuanta torpeza expresara su mandatario. Detrás de sus discursos heroicos y cargados de un emotivo odio de clases, se escondió el patrocinio a una nueva oligarquía denominada los “boliburgueses” que profundizó sus tentáculos en el gobierno de Nicolás Maduro y han sumido el país en el caos.
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) llegó al gobierno pregonando “abrazos y no balazos”. Esta proclama, tan bien intencionada, trajo consigo la pérdida de la capacidad operativa de las fuerzas militares mexicanas y un aumento considerable de las operaciones de grupos del narcotráfico que se han convertido en los más grandes del mundo, hasta el punto de obligar al gobierno mexicano a rendirse ante la presión criminal de estos bandidos y dejar en libertad al hijo del “Chapo” Guzmán, detenido por las fuerzas de seguridad del Estado. A este fracaso en el uso del poder legítimo de la fuerza, se agregan fiascos como el sorteo del avión presidencial que a la postre, se ha convertido en un lastre para sus ganadores que ahora son presionados por movimientos armados para que usen el dinero producto de la afortunada rifa en la compra de armas para los grupos ilegales.
Jair Bolsonaro siempre ha sido polémico. De manera ruin insulta el género femenino sin siquiera sonrojarse y lanza diatribas contra las personas que cuidan sus vidas a causa del covid. Su mandato ha estado marcado por sus salidas de tono y una fuerte presión para moderar su forma de gobierno hasta el punto de ser considerado por muchos como un amigo indeseable, en espera de un dirigente más amable para este coloso suramericano.
Nuestro país se encuentra ad – portas de elegir el nuevo presidente de la República. Aventureros, en busca de votos fáciles e incautos, comienzan a lanzar propuestas para frenar nuestra industria extractiva, presionar la disminución de los arriendos o cambiar las bases del Estado Social de Derecho que nos dejó la Constitución de 1991. Estas iniciativas, de claro tinte populista, no solo resultan abiertamente irresponsables, sino que, de concretarse, sumirían a Colombia en la peor crisis de su historia. Para evitar recorrer el camino de otras naciones latinoamericanas, debemos alejarnos de candidatos demagogos y reflexionar sobre las alternativas honestas que aún tenemos. La decisión es nuestra.
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