Nuestra geografía es única. Enclavadas en la cordillera, poseemos ciudades pujantes, que han hecho de la industria el polo del desarrollo nacional, de la cultura un referente para el continente y de nuestra historia un motivo de reconocimiento patrio. Desde el contexto veredal de antiguos caminos de herradura que conducían de Popayán a Santa Fe, hasta los modernos complejos turísticos que se observan en las avenidas que atraviesan adustas montañas y que hoy se conocen como vías de cuarta generación, los ojos se siguen maravillando con el verde intenso del campo que pincela los amaneceres criollos o con el rojo plomizo de los ocasos de Caldas, que nos permiten fantasear con un mundo sin tiempo. Sin duda alguna, el Creador abrió sus alforjas para bendecir esta tierra.
Pero los hombres, como especie, somos expertos en desviar nuestro propósito. Cuando centramos nuestra atención en algunos ámbitos, indefectiblemente descuidamos otros. Tal ha sido nuestra experiencia con el desarrollo de infraestructura nacional. Durante décadas el presupuesto público se volcó hacia la construcción de grandes proyectos en la región andina. Gracias a tales iniciativas se han visto obras tan necesarias como el túnel de La Línea, la doble calzada Bogotá – Girardot, los proyectos de Ruta de Sol, la ampliación de la vía Bogotá – Villavicencio o el metro de Bogotá. Pero, al observar la distribución geográfica de las inversiones estatales, pareciera que la nación se concentra dentro de un selecto triángulo alinderado por Pasto – Cartagena – Villavicencio. Lo demás no existe. No se percibe una política eficaz para atender de manera integral las regiones de la Orinoquía, La Amazonía, el Pacífico o las zonas insulares colombianas.
En ocasiones todos los males llegan juntos. La presente anualidad ha comportado retos singulares para todos. Nadie ha sido inmune a la oleada de cambios que este tiempo ha representado. Entre todas las zonas colombianas, el destino parece haberse ensañado contra San Andrés y Providencia. Allí, durante los once meses de este calendario, se han sumado complejos escándalos de corrupción pública que mantiene a sus políticos sub júdice, escasez de servicios públicos, dificultades en el sistema de salud, quejas comunitarias debido a la falta de atención gubernamental, crisis económica generada por los confinamientos forzosos ordenados por el ejecutivo central, empresas clausuradas y su consiguiente pérdida de empleos, escalada del dólar que encarece inmisericordemente los productos básicos que necesariamente deben llegar por vía aérea y, ahora Iota, un huracán de categoría 5, inédito en nuestro país, que golpea su territorio.
La actual coyuntura no es originada en el actual Gobierno, pero éste sí tiene la responsabilidad de iniciar una estrategia contracíclica que permita el resurgimiento del archipiélago. En efecto, mientras en el año 2000 el PIB de la isla correspondía al 5,82% del total nacional, en el año 2010 había descendido al 3,84% y en 2019 cayó a un escaso 2,93%, (la mitad del valor registrado hace veinte años). La situación se torna más dramática al considerar que San Andrés y Providencia se ubican dentro de los últimos 6 departamentos en materia de producción, junto a Guaviare, Amazonas, Vichada, Guainía y Vaupés. Lo curioso es que estas regiones contienen cerca del 70% de los recursos naturales no renovables y más del 85% de nuestros activos ambientales, indispensables para enfrentar los retos de las décadas por venir en aspectos relacionados con el cambio climático y el calentamiento global.
Tal vez la necesidad de satisfacer el apetito de las agencias calificadoras nos haga olvidar que la vida no se acabará mañana, y que debemos repensar nuestro futuro de la mano de estas regiones que han permanecido en un ostracismo obligado. Con todo, el drama que ahora se vive en San Andrés y Providencia nos permitirá corregir los errores del pasado y reconducir una equivocada dinámica de abandono hacia estas regiones que ha hecho un daño profundo por lustros.
En nuestro hermoso archipiélago se han perdido mucho más que tejas o puertas. Se ha quebrantado la esperanza y el deseo de ser llamados colombianos. Es el momento de actuar y decirles, desde la distancia, que a pesar de lo sucedido ellos son nuestra divina “Providencia”.
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