Los áulicos del poder idealizan, cual galgos apasionados, a aquellos que fungen como los amos de turno. Minimizan sus creencias y destruyen sus propias convicciones -si es que alguna vez las tuvieron- para repetir, a manera de clérigos de un cenáculo místico, las palabras de su ídolo provisional. La avidez de un instante les impide observar, con decoro, el carácter humano de quien han elevado como un dios temporal. Saben los frutos que dan las lisonjas, gustan acumularlos, son mendicantes para pedir, soberbios para dar y su único ideario es el beneficio personal.
La historia nos sacia de ejemplos de estos mercachifles de elogios. Judas Iscariote representa la traición misma; después de acompañar al Mesías por áridas tierras, de comer en su plato, besar su mano y cenar a su lado, optó por el engaño al percibir que su destino no le auguraba mejor suerte. Bruto no presentó ningún reparo al suplicar hacia César su clemencia al concluir la batalla de Farsalia o para aceptar la Gobernación de Galia que éste le había ofrecido, pero su daga permaneció con el filo dispuesto para terminar con la existencia de ese mega hombre. Tras 500 años, México aún llora a La Malinche, indígena que luego de ser esclavizada por los españoles, mezcló sus raíces nativas con un corazón febril, para entregarse por completo a Hernán Cortes, contribuyendo a cruel triunfo, en una mezcla de viruela y espadas que desembocaron en ríos de sangre de su propia casta. Benedict Arnold pudo ondear la bandera de los Estados Unidos como uno de sus padres fundadores. Destacó entre las milicias por su apasionada defensa de la nación americana para ser un judas miserable al vender la causa al ejército inglés en busca de la división de las 13 colonias. Cuando su falsía no logró ser consumada, huyó presurosamente a Inglaterra donde le fue desconocido el epíteto de militar por el resto de su vida. Con indignidad, es recordado y sus pocos éxitos son aplastados por el peso de sus engaños. Bolívar no fue ajeno a las pesadumbres de la traición. Se relata que, al salir de Bogotá rumbo a Santa Marta, enfermo, arruinado y con el agobio de una feroz persecución de sus enemigos, los ciudadanos de Santa Fe le arrojaban improperios llamándolo peyorativamente “Longaniza”, por su maltrecha condición física. Sus tropas estaban dispersas y los elogios de ayer, se habían convertido en insultos. Quedó para la posteridad el registro del general Henri Louis Villaume Ducoudray quien, después de batirse al lado de Napoleón, se integró a las filas del ejército revolucionario del Libertador para erigirse posteriormente en uno de sus más férreos contradictores, empleando argumentos ad hominem contra éste, descalificándolo por trivialidades como su aspecto físico.
La reciente política de nuestro país no es ajena a tal fenómeno. En el 2002 un joven antioqueño creyó que podría ser presidente de Colombia. Su campaña inició con muchos sueños y escasas posibilidades. Entonces se daba como seguro gobernante a Horacio Serpa Uribe. El país se rendía ante al santandereano de mostacho espeso para posesionarlo antes de las elecciones. Aquel líder, con un magnetismo excepcional, convenció a los sufragantes y fue elegido en dos ocasiones para ocupar el solio de Bolívar y Serpa inició el declive que finalmente lo alejó para siempre de la escena pública. El ascenso de este mozo, lo llenó de amigos, los medios se apasionaron con su figura, y los dirigentes regionales se sumaban en apologías que lo deificaban. Solo fueron necesarios 8 años y un nuevo gobierno, para que estas mismas personas graduaran a Álvaro Uribe Vélez como la representación misma del averno en medio de pisadas de azufre. Para ellos, todo lo malo que sucede, desde la caída de bolsas, o el cambio climático, es culpa de Uribe. Caldas ha vivido el mismo fenómeno. Lacayos que beben de las mieles del poder son los primeros en denigrar de sus benefactores, si la suerte de los votos los alejan del gobierno.
Son ridículos los fanáticos y más ilusos quienes les creen. Resulta extravagante, cuando menos, esta magnificación de la personalidad de cualquier caudillo. La construcción de una propuesta política de largo plazo debe hacerse con ideas y no con divinizaciones absurdas. Tal vez, los candidatos en estas elecciones puedan considerar esta realidad antes de jugar sus cartas en la búsqueda de apoyos.
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