El dolor es un cruel mensajero de la realidad. Magnifica nuestras experiencias, impulsa sensaciones y potencia los sentidos. Sus mensajes son contundentes y sus enseñanzas eternas. Lo que no se aprende al cruzar el camino del dolor, difícilmente se adquiere por otros medios.
Experimentarlo es un suplicio. El dolor físico quebranta orgullos, derriba murallas, abate al más fuerte. Su fisiología elemental (impulsos eléctricos que viajan a través del sistema nervioso hasta el cerebro) no impide que nuestro cuerpo lo sufra y le tema, lo asimile como un poderoso enemigo y huya de él para salvaguardar su integridad. Esa sensación de quebranto, ese grito desgarrador, ha adquirido diversas connotaciones que bien merecen estas cortas líneas.
La primera forma de castigo que el ser humano experimentó fue el dolor. Se ha empleado desde el origen del tiempo y perdurará hasta el final de nuestros días. Cada civilización ha hecho uso de él en un contexto punitivo. Desde los castigos afectuosos a nuestros hijos hasta sádicas torturas en medio de confinamientos estrictos tienen al sufrimiento como elemento común.
Pero existe otro tormento más extenso. El dolor de las enfermedades terminales posee una crueldad que lo hace difícil de describir. Quien sufre este quebranto físico, esta agonía cruel que no se sacia, que no para, que no cesa en sus ataques, que lacera de día y golpea de noche, acompaña al salmista al exclamar “me he consumido a fuerza de gemir; todas las noches inundo de llanto mi lecho, riego mi cama con lágrimas”. Este quejido que se eleva como una oración al eterno, es igual para quienes sufren una enfermedad neuropática, un dolor crónico o quienes padecen una condición terminal. He observado que esa herida que no cierra solo encuentra descanso en profundos estados de meditación y exultación al creador.
Pero estas afecciones traen otra pena adyacente. El dolor físico crónico produce un agotamiento emocional a quien lo padece y sus familias. Agobiados por el peso de las circunstancias algunos huyen, otros se abstraen de la realidad, hay quienes simplemente abandonan al paciente y algunos entregan cada día para hacer más soportable las horas que parecen no tener fin. Cuando estas patologías se presentan en un entorno familiar fuerte, el sufrimiento de uno se convierte en el dolor de todos y, por el contrario, tratándose de contextos débiles, inevitablemente la experiencia concluye en una ruptura difícil de reparar. En este punto existe una clara revictimización del paciente, quien ya no solo debe soportar la pesada carga de su padecimiento, sino que ahora debe tolerar la incomprensión, el abandono, la ingratitud y finalmente, la muerte en soledad.
Lo escrito hasta este punto no es producto de la ficción. Es la realidad para miles de pacientes de enfermedades huérfanas como piel de mariposa, síndrome doloroso regional complejo, neuropatías o cáncer que, derribados por una afección física inesperada, deben aprender a sobrellevar sus días en medio de opioides que palian el dolor, pero que no resuelven su enfermedad de base. Estos hombres, mujeres y niños se han convertido en una estadística oscura que son atendidos bajo criterios indolentes en medio de un sistema de salud que ha visto colapsada su capacidad para ofrecer una solución de fondo y que los despide sin pena ni gloria.
Urge de nuestra política en salud un verdadero apoyo a la investigación, tratamiento y cuidado de los pacientes víctimas de dolor crónico y sus familias para evitar que todo su mundo se siga cayendo en medio de un quejido de desesperanza que finalmente se confundirá con un agónico grito de dolor.
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