En los sistemas democráticos modernos, las constituciones políticas y su respectiva carta de derechos inspiran. Su lectura rememora heroicas gestas de próceres que se sublevaron contra el yugo opresor que los mantenía bajo cadenas. Postulados como la igualdad, la libertad y la fraternidad hubiesen tardado generaciones en resplandecer, de no ser por valientes liberales parisinos integrantes del “Comité de los Treinta” que, arropados por ideas de la ilustración, se atrevieron a establecer la “Asamblea Nacional” que concluyó en la Revolución Francesa.
Nuestros jóvenes, con toda justicia, buscan transformaciones sociales profundas que les permitan soñar con un mejor porvenir. Sus aspiraciones son loables para una generación que ha visto opacadas sus alternativas por una difícil coyuntura marcada por un confinamiento excesivo a causa de la pandemia mundial de covid-19, una recesión económica que sacrifica sus empleos y una escasez de oportunidades que asfixia sus anhelos. Con esta combinación nefasta, su protesta ha encontrado voces que les han servido de caja de resonancia.
Pero algunos mozos, minoría por fortuna, se han radicalizado. Se han apoyado en una extensa lectura de derechos copando la discusión teórica, imprimiendo en la juventud la falsa sensación que sus garantías no comportan ninguna obligación. Nada más opuesto al “deber ser” de la dinámica jurídica. Cada prerrogativa implica, de suyo, el cumplimiento a deberes que recuerdan que “mi derecho termina donde empiezan los tuyos”.
Pero lo visto durante las últimas jornadas no obedece a muchachos elevando arengas contra el gobierno o levantando un muro de silencio contra una política concreta. Algunos pequeños grupos radicales han extremado sus medidas para sembrar terror en las ciudades y hacer del caos la regla y de la anarquía una experiencia sin fin. La muerte de Camilo Vélez ocasionada por un cable atravesado en plena vía para impedir la partida de las personas atrapadas en las marchas, el secuestro repetitivo de los buses del SITP en Bogotá mientras transportan pasajeros, la destrucción continua de los portales de Suba y Usme en la capital del país, el incendio de las alcaldías de Popayán y Jamundí, la quema continua de las estaciones de policía y CAI en toda la geografía nacional, solo puede ser considerada como actos de terror.
La protesta pacífica es un derecho cuyo ejercicio debe ser garantizado por el Estado, en la misma forma que es menester garantizar todos los demás contenidos en el Título II, Capítulo I de nuestra carta superior. Sin embargo, la forma como se viene llevando a cabo por parte de algunos extremistas, la deslegitima y pone en tela de juicio sus verdaderas intenciones. Sus actuaciones radicales se han alejado del reclamo justo por mejores condiciones para su desarrollo integral y ahora se hospedan en las páginas del código penal bajo punibles como el daño al bien ajeno (art. 265), incendio (art. 350), concierto para delinquir (art. 340), daño en obras de utilidad social (art. 351), perturbación del transporte público (art. 353), lesiones (art. 111 y ss), homicidio (art. 203) y, desde luego, terrorismo (art. 144)
Ninguna de las actividades contenidas en estos tipos penales es concomitante con el ejercicio del derecho a la protesta pacífica y su aparición evidencia el grado de descomposición en que se encuentra su conciencia. Estos pseudorevolucionarios se han empeñado en hacer de este concurso de delitos su mejor arma para dañar la democracia que, aunque imperfecta, nos hemos empeñado en resguardar.
En buena hora nos ha correspondido controvertir, con ideas y no con balas, con argumentos y no con fuerza, con sueños y no con odio; y no podremos ser, jamás, inferiores a este reto.
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