No es el mismo el paisaje que se observa en Aranzazu desde una calle cualquiera que el que se encuentra el viajero cuando recorre sus caminos veredales. Las diferencias son notorias. Cuando se observa el horizonte desde el parque principal, con la vista fija en la distancia, el paisaje tiene tonalidades que desaparecen cuando se avanza por caminos fangosos o por carreteras veredales. Aquí es la postal que pinta de azul, verde y blanco lo que la vista alcanza. Allí es el olor de los cafetales que parece derramarse por el contorno, el gorgoriteo del agua que corre apacible por un lecho de piedras, el encanto de los naranjos que aparecen a la vera del camino, el verde claro de las matas de plátano que le dan sombra a los cultivos de café. Todo teñido por el verde de una naturaleza que canta.
El paisaje actual de Aranzazu es el mismo desde los tiempos de la conquista. Nada ha cambiado allí. El paso del tiempo no le ha quitado su verdor ni su frescura. Al contrario, ha enriquecido el entorno. No existe una descripción del paisaje que encontró Jorge Robledo cuando anduvo por estos caminos huyendo de Sebastián de Belalcázar. Lo único que se conoce, escrito por el conquistador, es una ligera mención que hace en un documento donde habla sobre cómo eran las tribus indígenas que habitaban las tierras que recorrió cuando salió de Anserma para llegar hasta Arma. Allí menciona a las tribus Carrapas y Picaras, pero no hace ninguna descripción del paisaje que encontró después de cruzar el río para adentrarse en territorio del norte de lo que hoy es Caldas.
De la época de la colonización se encuentran algunas descripciones del paisaje. Fueron escritas por quienes recorrieron estos caminos cuando se inició este proceso. Es bueno leer parte de lo que escribieron esos viajeros. Manuel Pombo, que publicó un importante diario de viaje conocido con el título “De Medellín a Bogotá”, escribió el 19 de febrero de 1853, nueve meses antes de fundarse el municipio, sobre el paisaje que sus ojos veían: “Cuando coronamos el Alto de Alegrías la niebla lo encapotaba y lo batía el viento desapaciblemente; nada, pues, por entonces, justificaba su nombre. Pronto reflexionamos que así hay otros que aparecen rodeados por la tristeza, las alegrías pasadas, aquello de lo que solo queda el recuerdo”.
Aranzazu está ubicado en las estribaciones de la Cordillera Central. De allí que su topografía sea quebrada. La formación de sus tierras presenta terrenos desiguales. De la misma forma como aparece un plan extenso asoma de pronto una profunda hondonada, o una empinada ladera o una exuberante montaña. Este es el paisaje que observa el ciudadano que recorre sus caminos veredales. A lado y lado de esas vías se levantan casas construidas en bahareque, sostenidas sobre guaduas, que conservan el legado de la arquitectura antioqueña. Amplios potreros, cultivos de café caturra, jardines bien conservados, matas de cabuya que sirven de cerco, árboles frondosos que dan sombra cuando el sol es más fuerte es lo que se encuentra en la zona rural del municipio.
Otra cosa es el paisaje urbano. Este tiene tonalidades de ocre, blanco, azul y verde. Observado desde el alto de San Antonio, sobresalen los techos de teja por donde corre, con su rumor de ola, el agua. El gris de las calles se confunde con los portones pintados de rojo, amarillo o blanco.
Las calles se llenan de pronto con la risa de los niños, la mirada de las muchachas y el silencio de los ancianos que rumian sus nostalgias sobre las bancas del parque. Esas calles fueron testigo mudo de historias de amor escritas con la brasa quemante de los besos. Este es el paisaje urbano de Aranzazu. Un paisaje donde se combina el azul del cielo, el verde del campo, el marrón de los tejados, el blanco de las paredes, el gris de los balcones y el rojo de las flores. Algo así como una acuarela donde brota a cántaros la magia del color. Un pueblo arrullado por la música del agua que serpentea cantarina por sus quebradas, por el viento que sopla desde lejos y por el canto de los pájaros cuando la tarde muere. Un pueblo donde, sobre las cuerdas de la luz, las golondrinas ven caer el sol.
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