El próximo 3 de mayo se cumplen dos años del fallecimiento de César Montoya Ocampo. El penalista de renombre, el excelente orador, el magnífico escritor, el hombre de lecturas intensas dejó de existir en Pereira a las 10.30 de la mañana de un viernes que él esperaba fructífero en materia literaria. Un infarto fulminante acabó con su vida. Se había levantado, como siempre, antes de las seis. Ese día su primer contacto con el mundo, después de observar por la ventana de su apartamento un cielo despejado, fue la advertencia de su esposa que, entredormida, le recordó que debía tomarse la pasta que acostumbraba por prescripción médica para que el corazón le funcionara perfecto.
A las siete bajó a su estudio a iniciar lo que para él era un ritual: la lectura de sus clásicos. Tomó del escritorio el libro que llevaba varios días leyendo, una biografía sobre Napoleón Bonaparte. Después de abrirlo, sentado en su mullida silla se dedicó a leerlo. Había pasado ya el capítulo donde se narra cómo perdió la Batalla de Waterloo, y empezaba a leer el correspondiente a su encierro en Santa Helena. Antes de bajar al que consideraba su recinto sagrado, su biblioteca, llamó a su amigo, el penalista Ramiro Henao Valencia. Quería acordar con él la hora a la que se encontrarían el lunes en su oficina para hablar de un proceso que el abogado pensilvense llevaba.
El mismo día de su muerte, a las 6.30 de la mañana, recibí de su parte una llamada. Quería saber cómo me había ido en el viaje emprendido a las diez de la noche rumbo a Bogotá para participar en la Feria Internacional del Libro. La noche anterior, a eso de las ocho, me había hecho una llamada para confirmar a qué horas salía. Estaba pendiente de la suerte que yo correría en un encuentro con un editor interesado en mi libro Para conocer a García Márquez, que un año atrás había sido lanzado en este mismo evento por la editorial Caza de Libros. Le informé que a las diez de la mañana era la entrevista. Me dijo entonces que lo llamara a las 10.30 para que le contara cómo me había ido.
No pude llamarlo a la hora convenida porque, al salir de la reunión, me esperaban dos periodistas de la emisora de la Universidad Santo Tomás para hablar de mi interés en García Márquez. Terminada la entrevista me encontré, en el stand de Pijao Editores, con el escritor Carlos Orlando Pardo. Una charla de cinco minutos, y otros diez dedicados a mirar los libros que la editorial exhibía, retardaron un cuarto de hora la llamada que debía hacerle. Cuando miré el reloj eran ya las 10.45. “Quedé de llamar al doctor César a las 10.30”, me dije, sorprendido. Miro el celular y lo primero que veo es un mensaje de Claudia, su hija. “Mi padre acaba de morir”, decía.
Al leer el mensaje me dije: “No puede ser”. Se me vinieron entonces a la mente las llamadas de la noche anterior, antes de viajar, y de esa mañana, al llegar a Bogotá. La tristeza se apoderó de mi alma. Fue lo mismo que sintieron sus amigos Omar Yepes Alzate, Augusto León Restrepo, Ramiro Henao Valencia, Augusto Arango Cardona, Néstor Toro Villa, Evelio Giraldo Ospina y Mario César Restrepo. Acababa de morir el amigo sincero, el contertulio exquisito, el escritor de fina pluma. Recibo entonces una llamada de su hijo Juan Álvaro: “José Miguel: debes estar en el entierro, mañana, en Pereira. Mi padre te quería mucho”. ¿Qué contestar? Lo lógico: “Allá estaré”. Y allá estuve acompañándolo en su viaje final.
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