Una constante histórica de la administración pública es la falta de continuidad en los procesos, sin importarles a los funcionarios responsables que aquellos sean necesarios para el bienestar de la comunidad. De ahí los elefantes blancos que se denuncian continuamente, sin que nadie responda por el despilfarro, ni los culpables sean sancionados. Pero aplicar esa constante de discontinuidad a un proceso que aspira a recobrar la paz, bien supremo de la humanidad, tiene otras connotaciones. No es lo mismo dejar un edificio empezado perdiéndose lo invertido y negándole a la comunidad el servicio que pretendía prestar, que “volver trizas” un acuerdo de paz, cuando lo lógico es continuarlo, con los retoques que sean necesarios, y ampliarlo a otros actores, sobre la base de experiencias anteriores.
Eso ha pasado en Colombia con el Acuerdo de Paz firmado hace cinco años entre el Estado colombiano y la organización guerrillera más antigua del mundo, que fue un hecho fundamentado en experiencias de gobiernos anteriores, a cuyos intentos fallidos se les hicieron los ajustes indispensables para que el nuevo fuera exitoso. Pero primaron odios y mezquindades, anteponiendo malquerencias personales a los supremos intereses de la Nación, disfrazando el hecho perverso con eufemismos, como “la paz con legalidad”; y disponiendo de parte de los recursos destinados a la implementación del Acuerdo de Paz a campañas publicitarias para maquillar la imagen del Gobierno. No obstante, es tan noble la causa y tan bien logrado el intento, que alcanzó a fructificar en un alto porcentaje de su articulado, como el desarme de millares de guerrilleros, su indeclinable voluntad de reinsertarse a la vida civil, el hecho de dedicarse a la capacitación para actividades productivas con el apoyo de instituciones tan meritorias como el SENA; la socialización en comunidades homólogas con la firme intención de superarse, en bien propio, de sus familias y del entorno comunitario; y la firme intención de no reincidir. Si algunos insurgentes desmovilizados se apartaron del programa y regresaron a las armas, los culpables son los funcionarios y mandos militares que, obedeciendo instrucciones de políticos envenenados por el odio, se dieron a la tarea de acosarlos. Además de que persistía la tentación del narcotráfico y la extorsión, cuyo señuelo económico suele, en muchos casos, ser superior a las buenas intenciones.
La historia incompleta del Proceso de Paz tiene un actor camuflado de político y empresarial, que es la “mano negra” de quienes aspiran a incrementar sus activos electorales para mantenerse en el poder, disfrutando de sus mieles; y sacar réditos del conflicto, como el sostenimiento e incremento del aparato militar y la negativa a restituir tierras arrebatadas a sus legítimos dueños.
Lo demás es paja. Decir en escenarios internacionales que se ha cumplido, cuando la realidad es inocultable, nadie lo cree. Pero la diplomacia exige que a quienes ostentan una dignidad no se les contradiga en actos protocolarios; y, por el contrario, se les aplauda y condecore. Eso hace parte de la comedia humana.
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