Las deudas de los Estados con los campesinos se parecen a lo que dicen los malas-pagas: “Las deudas viejas no se pagan y las nuevas se dejan envejecer”. A través de los siglos, los campesinos han producido alimentos agrícolas, doblado el cuerpo sobre los surcos, para atender el condumio de la humanidad, trabajando “desde que sale el sol hasta el ocaso”, expuestos a los caprichos del clima. Propietarios ellos de pequeñas parcelas, o jornaleros, de las entrañas de la “pacha mama” extraen lo necesario para el sustento familiar y si algo sobra lo comercializan para atender otros menesteres. En tiempos de lluvias inclementes o de implacables veranos, los campesinos corren todos los riesgos, que casi siempre los arruinan. Entonces aparecen los burócratas oficiales en su “ayuda”, para ofrecerles créditos “blandos”, que benefician a los prestamistas y exponen las fincas hipotecadas a perderse.
Los poderosos, en épocas de guerras, que son reiterativas, conforman los ejércitos en buena parte con campesinos reclutados a la fuerza, cambiándoles las herramientas de labranza por fusiles y desarraigándolos de su estado natural, para morir por causas que no entienden o regresar lisiados a sus hogares. “Les toca–dice la oligarquía– porque mis hijos estudian en el exterior”. Muchos de esos combatientes improvisados, apenas adolescentes, cogen otros rumbos y se los tragan las ciudades. Como si fuera poco, el paso de los ejércitos por los campos implica que consuman aves domésticas y ganados, y todo lo que sea comida, sin que nadie indemnice a los damnificados.
Las tierras que los gobiernos les han otorgado a los campesinos para garantizar la producción agropecuaria, más temprano que tarde terminan en poder de latifundistas, que esperan pacientemente a que las parcelas sean productivas para adquirirlas. Con la plata recibida, el agricultor se instala en cualquier centro urbano, compra una modesta vivienda, los hijos le hacen adquirir equipos de sonido, televisores, carro y otros embelecos; y la esposa, muebles y electrodomésticos. Hasta ahí llega la vocación agrícola del campesino y su familia. Eso, cuando le va bien, porque grupos armados irregulares despojan a los propietarios de sus fincas, llevándolos a las notarías a firmar escrituras con un revólver en la nuca, registrándolas a nombre de testaferros. Después, cuando por ley se ordena la restitución de tierras, los políticos amigos defienden a los nuevos dueños, a quienes llaman “tenedores de buena fe”. Y los reclamantes de tierras, dueños legítimos, son asesinados, con el estigma de subversivos.
Los campesinos suelen ser sanos de cuerpo y alma, e ingenuos. Conservadores y creyentes, en épocas electorales salen como reses para el matadero a votar por los mismos que los vienen esquilmando desde tiempos inmemoriales; y no faltan con contribuciones económicas a las iglesias de sus apetencias religiosas y con las gallinas y el revuelto para las casas de curas o pastores.
La farsa se completa con que los monumentos públicos y los himnos exaltan a los caudillos militares; Isidro Labrador fue sacado del santoral y los políticos, en vísperas electorales, repiten, una y otra vez, que se comprometen a cubrir la deuda que el Estado tiene con los campesinos.
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