Colombia tiene recursos turísticos que envidiaría cualquiera otro país; y explotaría como un recurso magnífico, como lo hacen algunos con cualquier chorro con pretensiones de cascada, monasterios en ruinas, castillos que fueron (supuestamente) de nobles familias medioevales, dotados con muebles recién envejecidos y guías que echan carreta en varios idiomas, recitando la misma cantinela a turistas boquiabiertos que disparan cámaras para tomarse “selfies” con la misma gorra, las mismas gafas de sol y la misma sonrisa postiza que ostentan en variados destinos. Esa circunstancia la explotan los gobiernos para generar ingresos, crear empleo, dinamizar la infraestructura vial y ofrecer al mundo una imagen atractiva, que incluyen en sus catálogos las agencias de viajes.
En Colombia, en cambio, para que se cumpla aquello de que “Mi Dios le da pan al que no tiene dientes”, solo unos pocos destinos han sido explotados, como la Costa Atlántica y el Quindío, pese a que las bellezas naturales abundan, la gastronomía es “de chuparse los dedos” y el afecto de las comunidades es encantador. Pero (siempre el “pero”) existen escollos para que la “industria sin chimeneas” no sea un renglón importante en el Producto Interno Bruto, que tienen que ver con la indolencia e ineficiencia de la burocracia oficial, con más vocación politiquera que capacidad creativa; la precaria infraestructura vial, que apenas ahora despega, con todos los inconvenientes que ha creado la corrupción en la contratación; la ausencia del sistema ferroviario, que murió en los brazos de las malas administraciones y del sindicalismo voraz e irracional; y de la inseguridad que han generado por décadas el crimen organizado y las narco-guerrillas. Donde alguien monta un negocio o se inicia una obra, llega la delincuencia a “vacunar” a empresarios y contratistas, que se orinan de miedo de denunciar y pagan sumisamente; y las autoridades llegan a poner orden cuando ya “el muerto está frío”. Un hecho positivo, porque “a todo señor todo honor”, fue la decisión del gobierno del expresidente Uribe (2002-2010) de blindar la cordillera que comunica al Quindío con el Tolima, para evitar que las guerrillas, que ya estaban en Toche, muy cerca de Salento, invadieran ese paradisíaco territorio.
La “paz imperfecta”, como la llaman los pregoneros del odio y la retaliación, que calientan sus calcañales y cogen color en la Costa Azul, en Aruba o en Miami y no saben lo que es dormir en descampado y con la angustia del peligro, según informes oficiales, ha dado sus resultados en el turismo nacional, no solo con el incremento de visitantes nacionales e internacionales a regiones antes dominadas por el miedo, sino con la vinculación de guerrilleros desmovilizados y de comunidades que han vuelto a sonreír con la llegada de visitantes que insuflan optimismo y dejan platica.
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