En el gobierno de Ernesto Samper Pizano (1994-1998) se promulgó la Ley de Contratación, cuyo objetivo era procurar que personas idóneas ocuparan los cargos públicos, mediante una rigurosa selección y la acreditación de títulos universitarios; complementados con especializaciones y otras arandelas. Idénticos requisitos debían exigirse para otorgar contratos de prestación de servicios y otros, para que la administración pública y la contratación oficial quedaran en manos de “los más capaces y los más honestos”. Así se evitaba la improvisación y la falta de idoneidad, para procurar la excelencia en la administración pública y en la ejecución de obras de infraestructura, entre otras. La Ley 80 pretendía proteger a los egresados de diferentes carreras universitarias y apoyar a las universidades, copiando a la empresa privada, que era exitosa. La medida era razonable y bien intencionada. Pero aparecieron los vivos que no faltan aspirando a cargos públicos de todos los niveles, y a contratar con el Estado trabajos de diferentes naturalezas, con voluminosas carpetas bajo el brazo que contenían títulos de acreditación profesional, la mayoría chimbos, o expedidos por universidades de garaje, o reconocidas, pero por las que el aspirante no había pasado, pero logró que alguien le falsificara los diplomas. De esos hay tal cantidad que apenas una minoría es desenmascarada, pocos son retirados de sus cargos o se les revocan los contratos y la mayoría sale después de cobrar honorarios mucho tiempo; o se defiende con tutelas, testimonios falsos y otros recursos hasta que se venzan los términos o los períodos para los cuales fueron nombrados o elegidos, o caduquen los contratos. Mientras los “doctores” saborean las mieles de los presupuestos oficiales, haciendo bestialidades por ignorantes, los autodidactas con experiencia tienen que dedicarse al rebusque para sobrevivir.
Otro recurso con el que los saltimbanquis se apoderan de los cargos públicos y de la contratación oficial es el padrinazgo político, con el que se pagan favores. Mientras tanto, los profesionales con títulos de buena ley hacen antesalas a políticos dueños del poder. Algunos se cansan de tal ejercicio, o son honestos y no aceptan condiciones de mal olor, y terminan por dedicarse a actividades que nada tienen que ver con sus conocimientos, o emigran, para que el país siga exportando talentos y administrado por mediocres. Un caso que merece un análisis exhaustivo es la diplomacia, con cuyos cargos, que casi siempre son exilios dorados, se premian lealtades o se alejan del escenario nacional discrepantes incómodos del alto gobierno. Sus actuaciones a veces son vergonzosas; y quienes estudiaron diplomacia y temas afines no tienen empleo.
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